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La maestra es como los gatos: un día te saludan, al otro te gruñen y al siguiente no existes. Los domingos la encuentro por ahí, en las inmediaciones del Zócalo, donde, si anda de ánimo, puede darle a la plática (sobre el clima, Freud, los gatos, Nezahualcóyotl o Calamity Jane) sin perder de vista su puestito de libros viejos, entre humeantes elotes y doriesquites con salsa macha. Es bibliotecóloga y trabajó durante más de veinte años en la Biblioteca México, allá, en la ciudad de las chinches, antes de recalar acá, en la ciudad del dengue.

Llevaba una vida tranquila, esas vidas grises tan propias de las bibliotecarias, solteronas de comida corrida en la fondita de la esquina, algún revolcón de fin de año con cierto colega igual de gris, hasta que se deschavetó. Se me van las cabras al monte, Martín, me dice una de estas tardes de domingo. A veces –prosigue- me siento tan lurias que yo nomás voy de a solapa y pido permiso para entrar en la manicure. Se pasa una temporadita ahí y luego de vuelta a vender libros y a su afición: coleccionar gatos.

Los gatos me siguen desde cuando chambeaba en la biblioteca, allá en México, aclara. No sé, llegaban del parque y yo les daba algo de comida, cualquier cosa, y luego desaparecían por un tiempo pero siempre regresaban, y así, los pinches mininos, son chulos, ¿no? Ve, ve cómo te miran, como si te leyeran la mente los cabrones, como si estuvieran igual de pinches locos que tú, ¿no?

Muy tocadiscos estará, pero hace tiempo se dio cuenta de que con los libros no iba a sacar lo suficiente para el Clonazepam ni para darles de comer a los gatos, y por eso se decidió a vender también cigarros, dulces y aspirinas. Mal no le va, pese a los malabares para birlar los tentáculos del ambulantaje policiaco.

Cuando los gatos sueltos son demasiados y andan maullando por ahí, eso quiere decir que la maestra se ha largado otra vez. Al regresar, por lo general su ánimo está, por decirlo así, alterado, y no pienses en acercarte porque te gruñirá y te culpará, cual Maldoror, de la existencia de Dios, que no debió engendrar semejante carroña. Pero al siguiente domingo te saludará tranquilamente, riéndose incluso, con una cierta miradita de desprecio netamente gatuno que parecerá decirte pobre pendejo, aquí sigues, y tú asentirás y te reirás, con cara de ídem.

 

Imagen: Pixabay.com