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La soberanía: entre la autodeterminación y la perversión

 

La soberanía es una de las banderas más poderosas y más usadas en la vida política. Bajo este principio, los pueblos han proclamado su independencia, reclamado su derecho a la autodeterminación, y las naciones han delimitado sus decisiones frente a injerencias externas.

La esencia de la soberanía es el poder supremo que posee un pueblo para decidir su destino sin subordinación a poderes externos y también internos. Así lo reconoce la Constitución Mexicana en su artículo 39: “La soberanía nacional reside esencial y originalmente en el pueblo”. La soberanía es un derecho inalienable de los pueblos a decidir su destino sin imposiciones externas.

De esta disposición emanan todos los principios democráticos y republicanos. El pueblo es el origen del poder, y sus representantes (el ejecutivo, legislativo, judicial) son meros depositarios transitorios de esa soberanía.

En el plano internacional, la soberanía implica la igualdad jurídica de los Estados además del derecho a la no intervención. Esta visión la refuerza la Carta de las Naciones Unidas, así como muchos tratados internacionales. Sin embargo, la globalización, la interdependencia económica, la emergencia climática y las redes digitales amplían las fronteras en torno al alcance de la soberanía estatal.

La soberanía no está exenta de distorsiones. Este principio legítimo puede ser pervertido cuando se utiliza de manera autoritaria, excluyente o manipuladora. La historia nos enseña muchos ejemplos.

Muchos gobernantes invocan la defensa de la soberanía para reprimir opositores, cerrar medios de comunicación o intervenir en la vida de las organizaciones civiles. Gobiernos autoritarios que no se aceptan la crítica o la exigencia de transparencia, o el combate a la impunidad, utilizan el principio de soberanía como escudo de impunidad.

Es usual que ante una crisis interna (económica, política o social), se recurra al discurso soberanista como una estrategia de distracción. La soberanía es un instrumento del pueblo para su autodeterminación. Su legitimidad radica en la participación ciudadana, el respeto a los derechos humanos y el funcionamiento transparente e independiente de las instituciones.

La soberanía es una bandera poderosa, pero su fuerza depende del uso que se haga de ella. Cuando protege al pueblo, garantiza el bien común y afirma la dignidad nacional, se convierte en una herramienta de emancipación. Pero cuando se convierte en pretexto del abuso, en justificación del silencio o en cortina de humo, se transforma en su contrario.

La soberanía no es solo una norma jurídica ni un principio constitucional. Es, ante todo, una voluntad profunda, una conciencia histórica que habita en el corazón de los pueblos. Su esencia no se mide por decretos ni por fronteras, sino por la capacidad viva de una comunidad para reconocerse a sí misma como origen del poder y para erigir, desde su interior, los fundamentos de su vida política.

La soberanía no vive en los muros del Estado, sino en la dignidad lúcida de un pueblo que no se resigna a ser gobernado sin participar, ni a ser representado sin ser escuchado. Es, en última instancia, el derecho de cada comunidad a ser sí misma, no por aislamiento, sino por decisión; no por miedo, sino por esperanza.

El uso de la soberanía tan socorrido en el contexto nacional ¿es congruente con estos principios que dan le dan razón de ser, o como decían nuestros ancestros, le dan corazón?, o ¿solo es una bandera que se enarbola como un discurso de manipulación y de ejercicio del poder por el poder? ¿Usted qué piensa?

José Antonio Gómez Espinoza