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Retrato de Lilia, pintura de Abel Quezada, su primo. Foto: Colección privada LS

Memoria y corazón

Enrique Balp y Germán Muñoz

Lilia Suárez ha sido muchas cosas en la vida. En el plano material empresaria, creativa, emprendedora, la primera mujer que ocupó un cargo gerencial de importancia nacional y socialité; en el plano personal, amante, hija, madre y abuela. “He sido todo eso, y más” nos dice a sus 93 años que aún reflejan la pasión con la que ha vivido y la entrega que siempre la hicieron destacar, y por la que la identificaron generaciones de visitantes que llegaban a su casa, el Hotel Casino de la Selva.

Durante cinco lustros su presencia impactó aquellos salones concurridos por la crema y nata de la sociedad morelense y nacional, el Casino era “el sitio” de reunión para todos los que tenían cosas importantes qué hacer y contaban con los recursos para hacerlo.

Lilia Suárez no solo era la gerente del Casino, era la hija del dueño y sus deseos eran órdenes que se obedecían irremediablemente, pero se ganó su puesto a pulso y lo supo mantener con eficiencia durante todo el tiempo que estuvo al frente.

También fue una presencia culta, informada y divertida, cuya belleza no solo deslumbraba, sino que bajaba las defensas de cualquiera que se le pusiera enfrente, hombre o mujer, con muchos y muchas de las cuales forjó profundas amistades hasta que la vida se encargó de separarlos.

Así fue con Leonora Carrington, Mathías Goeritz, Rufino Tamayo, José Luis Cuevas, el doctor Atl, David Alfaro Siqueiros, Facundo Cabral, Mario Moreno “Cantinflas”, John Huston y Malcolm Lowry, por mencionar solo algunos.

Desde dentro y en una posición de privilegio, Lilia Suárez compartió la historia del Hotel Casino de la Selva, como compartió su espacio con huéspedes y trabajadores; respiró el aire de sus jardines todas las mañanas. Vivió con él su esplendor y su ocaso.

Ahora, ella representa el Casino que ya no existe, que ya es leyenda y símbolo de algunas de las cosas que no se debieron permitir, como el derrumbe de sus edificios y la demolición de sus murales. Pero eso es ya historia pasada y la memoria del Casino se refugia todavía en Cuernavaca, en la mente y en el corazón de Lilia.

Nos recibe en su hogar, en el mismo sitio en que departía con José Luis Cuevas, Gabriel García Márquez, Carlos Monsiváis y su primo, Abel Quezada, quien le hizo un retrato que durante varios años adornó la chimenea, a la que ahora da la espalda, acomodada en un sillón convaleciente de un accidente que le inmoviliza temporalmente una pierna.

Pero su pasión y energía siguen ahí, y se enternece o ríe conforme recuerda anécdotas y su vida, marcada por una relación con su padre que lo mismo era generosa y de profunda confianza, que formal y desapegada, con quien siempre se habló de usted; y por el Hotel, el Casino, de inevitable presencia, que la cobijó décadas ofreciéndose como un verdadero hogar y con el que su compromiso iba mucho más allá de la gerencia.

Don Manuel Suárez y Suárez y el Hotel Casino de la Selva enmarcan los recuerdos de Lilia, quien todavía resiente que su padre haya borrado completamente la memoria de su madre, y las dificultades en las dinámicas de cercanías y lejanías, donde ella tuvo que redoblar esfuerzos por ganar afecto. Recuerda cuando la reconoció -y defendió- públicamente como su hija, un recuerdo agridulce que, como muchos, tuvo de telón de fondo al Casino, luminoso, floreado y que siempre tenía para ella el “paseíllo”, su lugar preferido, y la gran alberca, a la que casi todas las tardes subía precedida por sus hijos, siempre en fila india.

El Casino de la Selva no pudo sobrevivirle, de él solo queda un vestigio extraviado en lo que fueron sus terrenos, pero Lilia lo conserva intacto en su memoria y nos invita a pasear por ahí con la misma generosidad que ella misma recibió de aquel lugar, su lugar de refugio en donde guardaba “secretitos” que la hacían vivir; el lugar en donde demostró sus capacidades profesionales que solo dependieron del ejemplo de su padre, no de su nombre o riqueza, para desarrollarse; y que, como pionera de las mujeres que decidían poner fin a sus matrimonios, también demostró esas capacidades impulsada por el amor a sus cuatro hijos, ya como madre soltera.

David Alfaro Siqueiros con Lilia en el Casino de la Selva. Foto: Colección privada LS

La casa de juego

El Hotel Casino de la Selva, ya parte de la mítica morelense, representó en su momento una cápsula de lo que pasaba en México. Quienes eran algo en la sociedad mexicana pasaron por sus habitaciones y recorrieron sus pasillos.

Ahí llegaron escritores, artistas plásticos, músicos y actores; en su foro se albergó si no el único, ciertamente el primer cine club de Morelos. Su galería, gracias a las contribuciones de artistas que tenían estrechos lazos con su propietario, Manuel Suárez, estaba a la altura de las mejores galerías del país.

Hubo debuts teatrales y recitales memorables -Serrat, Facundo Cabral, Chavela Vargas, María Dolores Pradera y muchos artistas del Festival Internacional Cervantino se presentaron ahí; desde luego también hubo conferencias, exposiciones y hasta desfiles de moda.

El Casino de la Selva marcó una época y fue escenario imprescindible en los sesentas y setentas. Por lo menos durante 30 años no hubo en Cuernavaca un edificio más importante y tan decisivo política, social y culturalmente. Siempre a una cómoda distancia de la capital del país y bajo la discreción de la fachada de esparcimiento, en su interior se concertaban negocios y se definían políticas que tendrían impacto nacional.

El Casino de la Selva funcionó como casa de juego muy brevemente; abrió sus puertas en 1931 con un total de 48 habitaciones para todo público y 20 adicionales exclusivas para los jugadores que tenían toda la nave principal para cruzar apuestas. Desde entonces se construyó su distintiva alberca sobre terrazas que disimulaban una loma, un lugar inusitado para una piscina pero obligado por los declives del terreno. Si se quería subir a la alberca desde el salón de juegos o desde el bar, se tenían que subir aquellas terrazas desde donde se contemplaba todo el valle, una visión única con el Popocatépetl de telón de fondo.

Uno de los visitantes más distinguidos, y que conoció el Casino por esas fechas, fue Malcolm Lowry y, aunque los románticos dicen que ahí comenzó a escribir Bajo el Volcán, la verdad lo hizo en el bar pues, dice Lilia, para él, beber, “era la vida”. Bajo el Volcán, resultó ser una novela casi imposible de filmar, a la que tres grandes cineastas apostaron como proyecto: Joseph Losey, Jules Dassin, hasta que lo logró John Huston.

Lilia perdió a su madre a los 13 años por un cáncer, llegó a Cuernavaca a los 34 años a trabajar al Casino de la Selva después de un divorcio muy difícil.

Lilia con su padre, Manuel Suárez y Suárez, en el cumpleaños 90 de éste. Foto: Colección privada LS

El casino deja de ser casino para convertirse en El Casino

En el gobierno de Lázaro Cárdenas se prohibió el juego y para 1934 los dueños e inversionistas originales, interesados en las apuestas y no en la hotelería, decidieron retirarse dejando un cúmulo de deudas detrás. El casino se clausuró definitivamente y el estado reclamó impuestos. El local se puso a remate y Suárez lo adquirió en almoneda con la recuperación de sus adeudos en especie.

Como no dependía de los ingresos de un hotel improvisado, Manuel Suárez decidió cerrar el casino al público y, mientras rentaba espacios en ocasiones excepcionales, terminó construcciones y remodelaciones, y llenó aquello de arte.

En esos años, Manuel Suárez fue un activo benefactor de los inmigrantes españoles, entre los que llegaron los arquitectos Jesús Martí, Félix Candela, y el pintor José Renau, quienes ayudaron a que el Casino resucitara, primero como balneario y, posteriormente, como casa de cultura -la primera en el país-, antes de recobrar su carácter de hotel. Cuando, tras varios intentos fallidos, reabrió sus puertas definitivamente en 1956, como Hotel Casino de la Selva, poco quedaba de la vieja y prohibida casa de juegos. Poco tiempo después llegaría Lilia para permanecer en él definitivamente.

Lilia Rossbach, Lilia Suárez y John Huston cuando éste vino a hacer la película Bajo El Volcán, en casa de Lilia Suárez, en una comida que le hizo al cineasta junto con Abel Quezada, Alberto Isaac y José Luis Cuevas. Foto: Colección privada LS

Lilia y el Casino

Aún en los sesentas El Hotel Casino de la Selva era Cuernavaca y, partir de 1964, Lilia se convirtió en el Casino. Sus manos tocaron cada centímetro de aquellas 20 hectáreas y se compenetraron íntima y mutuamente.

En 1964, cuando llegó al hotel con sus hijos a pedir el auxilio de su padre, no sabía que ella, y el enorme hotel, se convertirían en uno mismo.

“Llegué al Casino en un deplorable estado de salud física y emocional. Tenía 34 años, llevaba conmigo un divorcio muy complicado y cuatro maravillosos hijos a quienes tenía que proteger en todos los sentidos. Me presenté ante mi padre, don Manuel Suárez, dueño del Casino de la Selva, quien no me recibió de buena gana, porque en ese entonces no eran bien vistas las mujeres divorciadas”.

Don Manuel, como Lilia siempre llamó a su padre -y a quien él siempre le correspondió en el trato- era un hombre de otros tiempos, inmigrante, revolucionario con Villa que a los 21 años tenía su propia moneda, emprendedor como pocos que lo mismo abría una casa de cambio y que comerciaba prácticamente con todo, “él vendía de todo, perros o gatos, si algo no se podía vender, se iba a la basura”, recuerda su hija. Muy a su manera, don Manuel reivindicó a Lilia no solo acogiéndola sino confiriéndole cada vez mayor autoridad en el hotel.

La misma noche en que Lilia llegó, Don Manuel le encargó la tarea de montar una tienda y exposición de artesanías en el Salón de los Murales. Tarea que no abandonó sino veinte años después, aunque paulatinamente asumía nuevas responsabilidades.

“En 1966 mi papá me nombró directora de la Galería de Arte Casino de la Selva y en 1968 me designó gerente general del hotel. Fui la primera mujer con ese cargo en la República Mexicana. Mis nuevas funciones consistían en la supervisión general del hotel, de los restaurantes y albercas, del mantenimiento o renovación de las habitaciones, de la decoración de bares y terrazas, de las obras nuevas, del manejo del personal. Me encargaba también del pago de rayas, de nóminas y de proveedores.”

No sólo eso, de manera natural, por su trabajo en el Casino, y la gente que se hospedaba ahí, Lilia Suárez fue toda una socialité antes de que se acuñara el término, pero, a diferencia de las actuales, ella sí tenía que trabajar en serio y poseer la cultura para contemporizar por igual con políticos y hombres de negocio, como con estrellas de cine, pintores y escritores, situación que, además, le permitía darle “tips” a su padre, pero siempre con mucho tacto, cuando le tocaba a él hacerle de anfitrión.

A pesar de tener diversos negocios en casi todo el país, a don Manuel le gustaba operar desde el Casino, lo que hacía que por ahí desfilaran innumerables hombres de negocio y políticos a quién él recibía después de que hicieran antesala con Lilia, a los únicos que no les gustaba recibir y que pedía evitar, era a los periodistas.

“Mi papá decía que abría la boca y siempre tenía a un reportero cerca, lo buscaban continuamente. A mí no me buscaban, ellos no querían hablar conmigo; hoy que me dijeron que venían periodistas, no entendía a qué se referían…”, nos dice refiriéndose a nosotros.

Marion Alexine Kimbro, Amparo Montes, cantando, y Lilia Suárez, en su casa de Cuernavaca. Foto: Colección privada LS

Amistades y bellezas

Así como las estatuas que adornaban al Casino, Lilia era una presencia constante, inflexible y bella. El director de cine norteamericano John Huston, prefería comer a su lado que con su familia. Siempre se acercaba como de casualidad a la mesa que ocupaba Lilia, le daba una vuelta y le pedía permiso para sentarse. Él no hablaba con nadie, prefería no alejarse mucho de su lengua pero, ahí tenía a Lilia ¿para qué molestarse?, además casi no hablaba, prefería observar todo y a todos. “Era un hombre inteligentísimo -recuerda Lilia- me enamoré de él. No era un hombre ¡era un hombresisísimo!”. Pero nunca se lo pude presentar a don Manuel pues, cuando lo intenté, él me cortó de tajo: “¡ah no, a mí no me traiga a nadie del cine!”.

Con quien no pudo competir en cuanto a belleza fue con Elizabeth Taylor “era una mujer bellísima y, cuando se lo dije, se limitó a cortar el aire con las manos y negar con la cabeza ¡pfrrrrrr!, dijo”. Lilia actuó en una película con ella, bueno, actuar es mucho decir, tenía que interpretar a una cantinera que bebía, fumaba y tocaba el piano, todo al mismo tiempo y, cuando llegó Taylor, en su papel, para preguntarle por el baño de damas, ella, entre cigarro y copa, no pudo decir su línea y se limitó a señalarle, muy en su carácter, con el pulgar, que el sitio que buscaba estaba en algún lugar a su espalda.

Carmen Bancalari, Lilia Rossbach, Gabriel García Márquez, Alma Rossbach, Cecile Camil y Mariana Pérez Gay Rossbach. Foto: Colección privada LS

Manuel Suárez, el mecenas

Originalmente el diseño del Casino era puramente utilitario, cubría las necesidades que dictaba la obligación de mantener cómoda a la clientela mientras apostaba. Cuando el juego salió de la ecuación -motivo por el cual don Manuel pudo adquirir las instalaciones-, la realidad era que tenía mucho terreno y muy poco hotel.

Por esas fechas también tenía exceso de talento pues, entre los españoles republicanos que logró ayudar, conservó cerca arquitectos y artistas que, sin plan alguno, se encargaron de llenar algo del espacio que le sobraba al predio. Así, entre muchas modificaciones, la nave principal -el Casino real- se convirtió en el Salón de Murales, que es en donde Lilia llegó a instalar la exposición y venta de artesanías.

Quizá en aquellos años en los que el Casino languidecía sin mayor utilidad que servir de lienzo a creadores deseosos de demostrar su valía, a don Manuel Suárez y Suárez se le despertó el espíritu de mecenazgo que no habría de perder el resto de su vida.

A los artistas no podía decirles que no ni regatearles nada, al contrario, con ellos mostraba una generosidad inaudita en un hombre de negocios. Aunque el arte también fue parte de sus negocios, la galería del Casino -que, por supuesto, también administraba Lilia-, era muy respetable a nivel nacional y en ella se exhibían obras que estaban fuera del rango de adquisición aún para los adinerados clientes del Casino.

David Alfaro Siqueiros, quien se volvió su gran amigo, vivió en Cuernavaca bajo el apoyo de don Manuel Suárez, y Mario Orozco Rivera, Guillermo Ceniseros, Artemio Sepúlveda, Vlady (Kibálchich Rusakov) se beneficiaron con largueza del mecenazgo del empresario, entre otros más, ya que vivieron en el Casino de la Selva, y con todos conversaba.

Para Siqueiros, en el Casino se construyó un armazón enorme de dos niveles, la “Capilla Siqueiros” para que el artista explayara su arte y que, finalmente sería el embrión del Polyforum en la Ciudad de México, hoy el Polyforum Cultural Siqueiros.

Con Carlos Fuentes. Foto: Colección privada LS

Amistades personales

Entre muchas otras personalidades, Lilia guarda especial cariño por Ida Rodríguez Prampolini, “la Chacha”, esposa de Mathias Goeritz -amigo personal también de Lilia y quien llegó a recomendar que el Casino se pintara de distintas tonalidades de verde para darle un poco de unidad estética al coctel de estilos arquitectónicos que tenía- y quien, en pleno movimiento del 68 se las ingenió para hospedar durante un mes en el Casino -en aquel hervidero de generales, pues el alto mando, en aquellos años, no cohabitaba con la tropa- a algunos líderes del movimiento estudiantil, entre ellos al mismísimo Heberto Castillo. Para Lilia, Ida Rodríguez Prampolini fue su hermana querida, “la primera historiadora del arte en México”.

Y también está Leonora Carrington. “Esa mujer estaba loca, un personaje fascinante y gran pintora”, dice Lilia. “Fumaba unos cigarros fuertes, fuertes, cuando yo fumaba de los delgaditos”. La pintora se construyó una casa en Cuernavaca y, mientras avanzaban los trabajos se hospedó en el Casino y no pasó mucho tiempo antes de que Lilia y ella se hicieran amigas, se veían todo el día durante todas las semanas.

En una ocasión, Leonora la invitó a ver los avances de la construcción de su casa y, lo dicho, “esa mujer estaba loca, había construido todo bajo tierra, arriba no se veía nada”, después, Leonora le confió a Lilia que estaba muy contrariada porque en la obra los albañiles habían construido “una escalera que no va a ningún lado” y la empresaria le recomendó a la artista que no la tirara pues, conociéndola, aquello era una obra de arte.

También forjó una duradera amistad con La Jornada; gracias a las gestiones de Lilia, su hija Lilia Rossbach y de su yerno, José María Pérez Gay, les facilitaron un espacio en el que sería el Hotel de México, en donde se llevó a cabo la asamblea fundacional del nuevo medio, allá en 1984. Y después en el Casino se dieron cita los fundadores de nuestra casa a invitación de Lilia Suarez.

Lilia Suárez con Ida Rodriguez Prampolini y Carlos Monsiváis en la disertación “Notas fúnebres sobre un tema que no lo es tanto”, en el Salón de Murales del Casino de la Selva. Foto: Colección privada LS

Nada es para siempre

Quizá don Manuel, con tanto, perdió la noción del valor del dinero, o de su capacidad financiera, o no tuvo la asesoría necesaria -él, quien asesoraba a presidentes y secretarios de estado- pero, después de emprender muchos negocios exitosos, se enfrascó en uno que lo superó: la construcción del hotel más alto y grande en la capital del país, de más de trescientos metros de altura, con ochenta pisos, centro de convenciones, áreas de recreo y, claro, comercios y galerías.

En 1966, tan solo dos años después de que Lilia llegara al Casino, don Manuel inició la construcción del Hotel de México, en la colonia Nápoles de la Ciudad de México. En un lugar, el hasta entonces Parque de la Lama, cuyo subsuelo cenagoso -ahí había un lago- requirió de los más complejos y costosos cimientos alguna vez construidos en el país.

La sismología de la región, el lodo del sitio y lo ambicioso del proyecto, requirieron de 56 amortiguadores sísmicos y 232 pilotes de concreto que penetran a una profundidad de 45 metros, obras que requerían de alrededor de mil obreros trabajando cada día. Hacia 1972, seis años después de iniciada la construcción, solo se había logrado completar la obra gris de la torre principal y el Polyforum Cultural Siqueiros, la reencarnación de la Capilla Siqueiros del Casino.

Por un tiempo, don Manuel estableció en la construcción de la Ciudad su oficina habitual como antes era el Casino, en los pisos más altos del Hotel de México, conforme se iban construyendo, y hasta allá lo iba a ver Lilia, desde Cuernavaca, para atender los asuntos del viejo hotel.

“Él se la pasaba mirando alrededor, desde allá arriba, casi no me prestaba atención mientras yo me mareaba horriblemente. Cuando acabábamos, agarraba mis papeles y me bajaba hecha la madre”.

Pasarían muchos años para que este proyecto concluyera, y no lo vio don Manuel, cayó enfermo y se refugió en Cuernavaca, bajo las atenciones de su hija.

Manuel Suárez y Suárez todavía alcanzó a ver que el Hotel en México, gracias a su inversión estratosférica, pudo resistir sin daños el terremoto de 1985, pero murió poco después, en 1988. Y entonces el mundo se detuvo para Lilia y para el Casino.

DOS GRANDES – MIGUEL ÁNGEL

El Casino se va

Tras la muerte de don Manuel, Lilia tuvo que abandonar su amado hotel para siempre, atrás dejó los lugares en donde se reunía con tantos amigos como huéspedes tuvo el hotel. Los murales y su tienda de artesanías, su oficina que la separaba de la de su padre por simples tablones, el bar de Malcolm Lowry, su “cabaret” como ella llama al “centro nocturno” de las buenas conciencias, y el paseíllo.

Después, Lilia Suárez encontró trabajo en la administración de Lauro Ortega, como jefa de relaciones públicas, y desde afuera vio la decadencia de su amado Casino. Su venta en 1994 y su bancarrota. El gran hotel había cerrado sus puertas para siempre sin que ella pudiera hacer nada.

Como sucedió cuando don Manuel lo compró, allá en los años 40 del siglo pasado, en el 2001 la propiedad terminó en albacea, en el Fondo Bancario de Protección al Ahorro (Fobaproa) y rematado por el fideicomiso liquidador por 63 millones de dólares, aunque lo vendieron por una fracción de eso, 10 millones de dólares, a la transnacional Costco Wholesale, la cual no estaba interesada en conservar nada del viejo hotel.

Sin importar su construcción o el arte que albergaba en sus paredes, que no habían sido catalogadas como de importancia cultural para la nación, la empresa anunció la demolición ante el pasmo de los cuernavacenses que se organizaron, en el Frente Cívico en Pro de la Defensa del Casino de la Selva, para dar batalla legal.

Hubo alegatos, demandas, amparos, cadenas humanas; se recordó que en el sitio había vestigios prehispánicos, pero todo fue inútil, como lo fueron las marchas, protestas y hasta arrestos, incluso el gobierno estatal publicó un acuerdo para que la empresa conservara el patrimonio cultural, arqueológico, histórico y hasta las áreas verdes que se encontraban en el predio. No hubo remedio.

Los últimos polvos que levantó el Hotel Casino de la Selva fueron en 2001, entre ellos, reducidos a la nada, se fueron sus murales, los amores y desamores de sus habitaciones y búngalos, y los pasos en sus jardines que cientos dejaron olvidados.

La gran mayoría de esculturas -entre las que se encontraban una de Hernán Cortés y otra del Dr. Atl- ya habían sido trasladadas años antes y hoy deben figurar en el acervo del Polyforum Cultural Siqueiros.

Quizá por la mala voluntad que había despertado la demolición, el Costco que se instaló en los terrenos del Casino tampoco tuvo una larga vida y ya hay un Soriana en el lugar.

El último fragmento de los murales aún se puede ver en el Museo del Niño y no merece ni siquiera una mención en la página de Internet del negocio.

Lilia, ya en casa

Lilia ya vio aquella debacle desde su casa, que había mandado construir para ella y sus hijos “y que me quedó muy bonita”, y es verdad, es en donde recibió a La Jornada Morelos y que durante mucho tiempo se dieron cita sus amigos; “aquí llegaban mis amigas a ponerse la borrachera y a cantar boleros”, confiesa.

Amparo Montes -en cuyo honor habían bautizado al centro nocturno del Casino como “La Cueva”- no dejó de ir ni a uno solo de los cumpleaños de Lilia y, como ella, muchos más, como García Márquez, que siempre que podía se autoinvitaba cuando sabía que Lilia iba a cocinar.

Y, como en el Casino, ahí llegaban todos: “el que se emborrachaba, el que no; el que escribía, el que no; el que pintaba y el que no”, pues todos siempre eran bienvenidos como lo habían sido en el hotel.

Ya no tenemos al Hotel Casino de la Selva, con el que se perdió una buena parte de la historia de México y de Cuernavaca, pero aún tenemos a Lila Suárez desfilando por las pasarelas, arreglando su exposición de artesanías, fumando hasta el cansancio, revisando las cuentas en aquellos enormes libros de contabilidad, conversando con John Huston mientras sus amados hijos suben corriendo las plataformas para llegar a la alberca; más allá, ensimismada, también está la Carrington. De sus “secretitos”, aquellos que le han permitido vivir tanto tiempo, aún no sabemos nada.

Asamblea de presentación de La Jornada, en el Polyforum Cultural Siqueiros. 1984. Foto: La Jornada

La Jornada Morelos lamenta profundamente la partida de Lilia Suárez acaecida el 19 de marzo, poco más de una semana después de que nos concediera esta entrevista. De vida plena y fructífera, Lilia siempre será recordada con profundo cariño por todos los que tuvimos el privilegio de conocerla. Su amiga, Carmen Lira Saade, sus hijas Lilia y Alma Rossbach Suárez y nieta, Mariana Pérez Gay Rossbach permitieron que esta entrevista pudiera realizarse.

En su libro Memorias[1], Lilia Suárez recuerda cómo La Jornada inició en el Casino de la Selva. A continuación reproducimos ese fragmento

La Jornada

(Huéspedes en pos de un diario)

Debo decir que en las instalaciones del Casino de la Selva se gestó el nacimiento del periódico La Jornada.

Recuerdo que una mañana de enero de 1984 recibí una llamada de mi hija Lilia quien me dijo: “¡oye mami!, fíjate que van para Cuernavaca a trabajar unos entrañables amigos nuestros, y se quieren hospedar en el Casino de la Selva, son cinco personas, te los encargo mucho, estarán como tres días”. Me quedé pasmada, pero sólo le pregunté: “bueno hija, nada más dime los nombres para hacer las reservaciones”. Me dijo que eran Carlos Payán, Héctor Aguilar Camín, Miguel Ángel Granados Chapa, Humberto Musacchio y Carmen Lira.

Como el hospedaje se dio entre semana no hubo problema con las habitaciones, les asigné cinco suites como huéspedes honorarios.

Debo decir que yo no tenía ni la más remota idea de quiénes eran estos personajes, a quienes yo veía de lejos a la hora de la comida discutiendo y tomándose un whisky. Después, me enteré que eran escritores y periodistas que estaban preparando un periódico.

Tiempo después, le comenté a mi papá que necesitaban que les prestara el Polifórum, donde lanzarían el nuevo diario, esto fue el 29 de febrero de 1984 con una asistencia de más de 7 mil personas, incluyéndome como espectadora, y también, por qué no, un poco parte de ese enorme proyecto, que hasta el día de hoy es un gran diario que miles leemos.

Quiero añadir que desde entonces tuve y tengo el privilegio de haber conocido y llegar a ser amiga de la gran persona que es Carmen Lira.

  1. 1994, La Jornada Ediciones