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Si bien no privativa de la época electoral, la violencia política se ha convertido en un atentado en contra de la voluntad ciudadana y por ello los asesinatos con connotaciones políticas, las amenazas y atentados que pretenden amedrentar a los políticos para que dejen de actuar, y la permisividad de las autoridades que no solo permiten que estos hechos ocurran, sino también los dejan impunes, tendrían que ser considerados como delitos con un agravante social.

El ambiente de polarización que padece Morelos no es nuevo, por lo menos desde la llegada de Graco Ramírez al Ejecutivo local, en 2012; entre condiciones sociales, la personalidad del mandatario y su estilo personal de ejercer el poder, favorecieron los enconos entre la clase política y grupos ciudadanos. Sin embargo, la violencia política no pasaba del aislamiento del contrario. En la administración de Cuauhtémoc Blanco, a esa polarización y encono se sumaron, por lo menos, la permisividad de las autoridades, una estrategia de seguridad fallida y la alimentación abierta de los disensos desde el Ejecutivo en su más alto nivel.

En un escenario así, los por lo menos 38 asesinatos de activistas, funcionarios públicos, representantes populares y autoridades auxiliares cometidos desde el inicio de la administración de Cuauhtémoc Blanco, prefiguran una elección compleja y una transición de poderes, Ejecutivo, Legislativo y ayuntamientos, que podría no ser lo tranquila que Morelos merece después de más de tres lustros de una violencia que, muy a pesar de la gente, se ha vuelto cotidiana.

Frente a tales pinceladas de realidad, la ciudadanía enfrenta una disyuntiva. Por un lado, está el temor de ejercer los derechos políticos e informarse de las propuestas, proyectos, personalidades y equipos de los candidatos para acudir a las urnas a ejercer el voto razonado, un miedo que se considera provocado por la inseguridad y violencia que padece el estado. En el otro extremo, está la convicción alegre y esperanzada de la ciudadanía que confía en el voto como la única forma de superar el terrible trance en que han sumido a Morelos la violencia y la ineptitud de los políticos para frenarla.

El problema no es de tan difícil solución. La máxima de la teoría política de que el autoritarismo se combate con democracia, y a mayor autoritarismo hace falta más democracia, sirve en este caso si se considera a la violencia como la forma más primitiva de expresión autoritaria. Además de la exigencia ciudadana urgente para que las autoridades hagan su trabajo de garantizar la seguridad para todos, se vuelve necesario, el dos de junio, abarrotar las casillas, recuperar la fiesta de la democracia, salir y ejercer el voto como un derecho humano, pero también como un deber social.

Que el coro de la ciudadanía acalle los alaridos de quienes sólo conocen la violencia como forma de expresión.