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El asesinato de Roberto Carlos Figueroa desencadenó una ola de indignación que trascendió nuestro estado, más allá de la influencia del comunicador o de la relevancia de su medio, sucedió así porque se volvió a trasgredir el último bastión de la ciudadanía que es la libertad de expresión y de prensa.

Después del homicidio se replicaron principalmente en redes sociales algunas versiones que intentaban desvirtuar el trabajo periodístico de Figueroa y hasta insinuar a posibles culpables. La miopía de tales versiones es un síntoma de una sociedad que poco a poco se ha acostumbrado a vivir en la violencia y de la tendencia a minimizar cualquier suceso que comprometa la eficiencia de las autoridades, expertas en buscar los atajos que ya sabemos a la hora de culpar a la víctima de su propia suerte.

Sin embargo, no se puede pasar por alto que vivimos en uno de los países en donde el ejercicio periodístico es de alto riesgo, ni podemos obviar el papel socialmente fundamental que cumple la prensa para la ciudadanía de una nación, como la nuestra, que se pretende democrática y progresista.

México es un país peligroso para los que informan, para los que defienden a la naturaleza, para los que protegen los derechos humanos y para los que señalan desviaciones en la vida pública y, en este contexto, cada nuevo suceso de violencia en contra de periodistas, ambientalistas y activistas resuena con el eco de los casos anteriores, sobre los que, además, pesa una agobiante impunidad.

La libertad de expresión y el ejercicio periodístico son pilares fundamentales de cualquier sociedad democrática. Estos derechos no solo son esenciales para garantizar un intercambio libre de ideas y opiniones, sino que también son indispensables para mantener a los gobiernos y a otras instituciones responsables ante la ciudadanía. La capacidad de expresar y recibir información de manera libre y sin restricciones es imprescindible para el desarrollo de una sociedad justa.

Las consecuencias de la supresión de la libertad de expresión y el ejercicio periodístico son profundas y duraderas. Cuando se silencia a los críticos y se restringe el acceso a la información, se socava la confianza en las instituciones democráticas y se sientan las bases para el abuso de poder y la corrupción. Además, la falta de libertad de expresión limita la capacidad de la sociedad para cuestionar las normas existentes y explorar nuevas ideas y perspectivas de vida.

Y así, ayer se convocó a la adhesión al Pacto por la Libertad de Expresión en Morelos, iniciativa de varios periodistas hartos de trabajar con miedo o bajo amenaza y en el que piden el reconocimiento público a favor del ejercicio periodístico y todo lo que ello implica. Esta iniciativa hace evidente la debilidad de nuestra sociedad y sus autoridades para hacer realidad todos los preceptos legales -incluso Constitucionales y de acuerdos internacionales- en los que supuestamente se garantiza la libertad de expresión y el libre ejercicio periodístico.

Pero, más que legal, la fuerza de los pactos es moral, y el compromiso público deberá servir de algo; esperemos que rinda frutos en nuestro estado.

Con pacto o sin él, no deberíamos perder de vista que el asesinato de Roberto Carlos Figueroa -y el de decenas de activistas y de miles de ciudadanos- aun debe ser investigado, sus perpetradores llevados ante la justicia y ser castigados conforme a la ley. Además, el Estado debe responder por las víctimas colaterales de tanta violencia que ha permitido. No requeriríamos de pactos o acuerdos si se hicieran valer las leyes y las garantías más elementales.