Los desechables de la tierra en el cine

 

Todas las fotografías cuentan dos historias: la historia de lo que está retratado y la historia -no contada u oculta- de lo que se excluye, es decir, de todo lo que está fuera del marco. Dice Susan Sontag: “Como cada fotografía es un mero fragmento, su peso moral y emocional depende de dónde se inserta. Una fotografía cambia según el contexto donde se ve…[…] La fotografía es, antes que nada, una manera de mirar. No es la mirada misma”. De la misma forma lo que no está visible o lo que se ha decidido no retratar tiene su propio peso moral y emocional y habría que preguntar ¿qué se desborda fuera de la imagen que nos impide conocer realmente lo retratado fuera de esa mirada? Y es que en esa forma de mirar se encierran una serie de implicaciones y prácticas sobre la forma de representación. Sontag lo explica de la siguiente manera: “Hay algo depredador en la acción de hacer una foto. Fotografiar personas es violarlas, pues se las ve como jamás se ven a sí mismas, se las conoce como nunca pueden conocerse; transforma a las personas en objetos que pueden ser poseídos simbólicamente”. Algo similar ocurre en el cine (y esto aplica tanto para cine documental como para el de ficción), específicamente en la manera en cómo se representa a los excluidos, los marginados, los oprimidos, los subalternos —utilizando el concepto de Spivak— o siguiendo las ideas del filósofo mexicano, Rodrigo Mier a los “desechables de la tierra”.

Mier retoma la noción de los desechables de la tierra a partir de un texto del Subcomandante Marcos del Ejército de Liberación Nacional que utiliza el adjetivo desechable para hablar de seres humanos que “sobran, que no producen, que no consumen, que no son sujetos de crédito”. Mier vincula el término desechables con otros conceptos producidos por los discursos colonizadores como parias, desheredados, desterrados, pobres, condenados, oprimidos, en síntesis todx aquellxs que son prescindibles para el sistema. Considero que el término desechables condensa mejor el hilo de significantes al aludir al lenguaje propio de la administración de la basura al vincularlo con la manera en cómo se piensan ciertos sectores de la sociedad. El mismo ensayo de Mier cita el documental Les glaneurs et la glaneuse (2000) de Agnès Varda al establecer un paralelismo con aquellos alimentos que se desechan al no cumplir con ciertos estándares mercantiles, por ejemplo, papas deformes que no se ajustan a la imagen preconcebida de una papa (tubérculos sin protuberancias exageradas). En el filme Varda no sólo explora metafóricamente la práctica de espigar y recuperar los alimentos rechazados por el sistema sino que reúne en su relato a una serie de personajes cuyas narrativas tampoco se ajustan a las prácticas capitalistas de consumo y producción y que viven al margen. Otra película que aborda de cierta forma esta dinámica es Cidade de Deus (2002) de Fernando Meirelles, adaptación de la novela homónima de Paulo Lins. En el filme se nos introduce en la descarnada vida de las favelas brasileñas, asoladas por pandillas, crimen organizado y la absoluta falta de visibilidad hacia el exterior. Hablamos entonces de seres humanos que se convierten en cuerpos inservibles e improductivos, en conclusión meros residuos que no se contemplan en la representación de lo humano (sujetos que deberían gozar de derechos y participación política). Es decir, seres que viven en la hegemonía de la violencia. Porque los desechables no sólo son prescindibles, es necesario hacerlos desaparecer (acaso convirtiéndolos en chivos expiatorios de crisis) son objeto de violencia y ocultación. ¿Pero entonces quiénes son esos desechables de la tierra en nuestra sociedad actual y cómo son representados por el cine y la fotografía?

Quizá el género documental haya sido una de las estrategias más poderosas a la hora de hablar del otro o por el otro. Se ha utilizado para contar y visibilizar las narrativas subversivas o para testificar a los marginados y a los oprimidos. Existe, en términos generales, la noción de “darle voz a los que no la tienen” o “alzar la voz por los que no pueden”. ¿Pero no hay en ese gesto una doble invisibilización? ¿No será que esa forma histórica de representación haya reiterado la idea de que eso que se representaba era de hecho algo desechable?

Me pregunto si existe en el cine una manera de hablar de los desechables de la tierra sin convertirlos en objetos simbólicos o quizá con mayor precisión en objetos explotados por la lógica del espectáculo. Es decir, ¿No se está excluyendo algo fundamental en su relato a la hora de hablar de ellos y representarlos? Pienso en Human Flow (2017) del artista chino Ai Weiwei que documenta la crisis mundial de los refugiados y me cuestiono sobre ¿qué cosas se quedaron más allá del marco del documental? ¿No hay una implicación —si se quiere inconsciente— a que el mismo artista haya decidido aparecer en el documental frente a los humanos que busca representar? Probablemente lo que se queda fuera de la imagen es la voz de los refugiados, su verdadera historia. Lo que a nosotros nos llega está cuidadosamente seleccionado, editado y construido por la mirada del artista. Lo que nos ofrece es una forma de apropiarse simbólicamente de los desechables, pero no la justa mirada que los reintroduce en nuestra esfera de participación. Lo que ocurre es que el cineasta se pone en primer plano a través de su mirada y cuando decimos que tal artista “le dio voz” al otro en realidad negamos una vez más la posibilidad de la voz propia. Se niega el reconocimiento de la capacidad de elaborar un testimonio en fondo y forma que emane ya no de la representación sino del testigo mismo. No sólo hace falta contar las problemáticas de los desechables para reconocerlos, lo que es preciso es que ellos nos cuenten su propia historia con sus propios medios, sus estrategias narrativas y discursivas y que generen su propia estética fuera de la explotación visual y la reiteración de su condición marginal.

Fotograma de Human Flow Cortesía del autor