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Davo Valdés de la Campa

La dimensión que Roland Barthes le da a las imágenes en su Cámara lúcida, es sagrada. Lo hace en el sentido que propone Mircea Eliade en su ensayo Lo sagrado y lo profano:

El hombre entra en conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra como algo diferente por completo de lo profano. Para denominar el acto de esa manifestación de lo sagrado hemos propuesto el término de hierofanía, que es cómodo, puesto que no implica ninguna precisión suplementaria: no expresa más que lo que está implícito en su contenido etimológico, es decir, que aIgo sagrado se nos muestra.

Para Eliade no se trata de la veneración de un objeto en sí mismo, ya sea una piedra o un árbol. “La piedra sagrada, el árbol sagrado no son adorados en cuanto tales; lo son precisamente por el hecho de ser hierofanías, por el hecho de «mostrar» algo que ya no es ni piedra ni árbol, sino lo sagrado”. Lo que se nos muestra no es necesariamente la superficialidad de la imagen, sino un trasfondo misterioso. En el libro de Barthes esa referencia es una fotografía de su madre que se menciona, pero que no se enseña, ni se revela nunca y en ese ocultarla, se muestra como sagrada. En el silencio de la imagen se agudiza la atención. Algo que se pierde en la experiencia cinematográfica contemporánea-comercial, por ejemplo. En la sucesión de ruidos visuales se pierde el sentido. Pienso en una escena de Guardianes de la galaxia (James Gunn, 2014), en la que explota un planeta entero. La edición acelerada, los cortes dramáticos que dan paso a gags cómicos, la exageración sonora y la proliferación de efectos especiales termina por erradicar el peso de la exterminación de un planeta, la noción de genocidio. Las implicaciones se diluyen porque se pierden en el maremoto de referencias. No hay silencio que recubra el drama y el dolor, sólo un entretenimiento vacío que no deja espacio para enfatizar en lo sagrado. En la escena que menciono, se muestra cómo se borra por completo un planeta de la galaxia, en el corte al personaje de Peter Quill diciendo: “hay un poco de pipí saliendo de mí ahorita”. Una banalización absoluta entre lo que se muestra y lo que implica.

A veces el sentido de la imagen está no en lo que muestra, sino en lo que oculta. Byung-Chul Han dice por ejemplo, que la fotografía de la madre de Barthes “brilla por su ausencia”. Dice:

La fotografía […] es una cosa y una cosa querida. […] como cosa querida se sustrae totalmente a la comunicación. La exhibición la destruiría. […] Pierde su magia en el momento en el que se muestra a los demás.

A veces las imágenes no necesitan mostrarse sino guardarse, como tesoros, son secretos para nuestra mirada íntima. En el otro extremo están las selfies y las stories que están pensadas para la mirada externa, para la exhibición. Son imágenes que están condenadas a desaparecer, de hecho tienen caducidad. Incluso proliferan aplicaciones en las que las fotografías desaparecen una vez que han sido vistas. Las historias de Instagram por ejemplo, no se usan para desplegar una narrativa, ni para contar una historia sino para sumar y encadenar información, pero una información pobre, pobre en voces y en miradas porque se homogeniza la representación: por ejemplo la iteración ad infinitum de las duckface o del plato de comida aesthetic.

Para Byung-Chul Han la fotografía analógica implicaba un duelo. En ella se detiene la muerte, y redime a lo representado. Agamben también la vincula con la resurrección como “la profecía de un cuerpo glorioso” que a través de un fenómeno químico renace a través de la luz. En cambio, las selfie: “anuncia la desaparición de la persona cargada de destino e historia. Las selfies no conocen el duelo”. Para hacerlo se refiere por ejemplo a las funeral selfies que se toman en los entierros en la que la gente posa junto a los féretros y se muestran alegres a la cámara con una especie de ironía vacua que insiste en el yo sobre la muerte. Algo similar pasa con el turismo del Holocausto, en donde la gente posa en los campos de concentración, lugares donde se perpetraron el genocidio, que de pronto se convierten en sets para influencers que, como en la escena de Guardias de la galaxia, irrumpen el silencio con un ruido indistinguible y muestran lo que a veces, se debería callar. En esas imágenes se banaliza la muerte, se erradica el duelo y se banaliza el sufrimiento. No hay un silencio que redima a las víctimas, en cambio “el ruido de la comunicación desacraliza al mundo, profana al mundo”.