En una carta que le envía Elena Garro a Emmanuel Carballo, la escritora le cuenta que de niña jugaba con sus hermanitos a ser Héctor o a vestirse de Aquiles. Representaba La Ilíada con Estrellita y con Boni. Elena siempre quería el papel de Héctor, hubiera sido presidenta de su club de fans como buena “partícula revoltosa”, pues así se autodefinía. Si no me creen, busquen el primer volumen de Protagonistas de la literatura mexicana.

Cuando leí ese libro, con veintidós años, yo hubiera sido presidenta de otro club de seguidoras, naturalmente el de Elena Garro. Durante mucho tiempo coincidí con ella. Sí, las dos amábamos al príncipe domador de caballos que inventó Homero. También a otro príncipe, muy idiota, por cierto, soñado por Dostoievski. No dejábamos de estar hipnotizadas por Disney o por las hadas rechonchas de cuentos donde los patriarcados de alta intensidad no dan tregua, como en el medioevo. Así que protestábamos queriendo perder todas las guerras, por eso estábamos del lado de Héctor algo suicidas (todas las que aún creen en el amor romántico lo ignoran, pero su pulsión de muerte goza de salud escalofriante) y por eso yo no buscaba trabajo como periodista o lo que fuera para poder “jubilarme joven”, por eso la Garro vivía, como vivía en Cuernavaca, dando ejemplo de genialidad y de rencor.

Y es que amábamos a Héctor. Aquiles era algo así como la encarnación del sistema, del capitalismo, del PRI cada vez más decadente, hasta de Octavio Paz, según su hija. Para Aquiles fue fácil siendo un semidios y quedando bien, al final, mostrándose compasivo. Como fuera, colérico como siempre, mató a Héctor. No, no lo queríamos. A finales del siglo XX nadie nos hubiera dicho que estábamos hablado sólo de hombres, que no éramos inclusivas, que nuestro feminismo era falso. No, entonces no nos habrían señalado las mismas compañeras feministas. Y sí, sólo hablábamos de personajes masculinos. Aún no leía Las bodas de Cadmo y Harmonía; David Huerta, en un encuentro del Fonca, pondría ese libro en mis manos y navegaría con Calasso de islote en islote occidental odiándolo y comprendiendo después que el italiano sólo mostraba la verdad del mito. Una verdad que flota en esta frase: “Nachita, soy traidora”, le dice a su nana la protagonista de “La culpa es de los tlaxcaltecas”. Una verdad muy áspera que ahora resulta, por demás, importante porque la traición, según Calasso, ha sido el único vehículo de salvación o de venganza de las mujeres que sobreviven en esta parte del mundo envenenada por los hombres.

Rebeldes, nosotras queríamos tanto a Héctor como se abrazan los personajes de tragedia y sus orígenes en un libro de Nietzsche, una voluntad de poder, de querer, de no saber lo que puede un cuerpo en el sentido más spinoziano; un estar en el mundo que te lleva a la muerte más rápido, joven o, si eres vieja y con una hija enferma de resentimiento, a la pobreza en un departamento con diecisiete gatos donde el calor morelense emula al del infierno. Homero nos mostró ese carácter, el del héroe que se estrella contra el mundo, que se da contra pared hasta morir o hasta que la muerte lo encuentra gracias a su necedad, principios, le llaman equivocadamente, pues a veces, en ciertos contextos y sin análisis, no son más que finales. Pregúntele a Antígona que defendió sus valores religiosos y amó a su padre por encima de ella misma y ya sabemos cómo terminó la gran hazaña de honrar a un muerto.

¡Eureka!, se enciende esa palabra ahora mismo, caigo en la cuenta del porqué nunca me ha gustado Antígona, tengo problemas hasta con la que trasvasa Sara Uribe. Primero, no me gusta por haber desperdiciado el amor del novio, ¡con lo difícil que es encontrar a alguien que te amé en verdad al punto de ahorcarse a tu lado! Segundo, no sé si por su madre ella hubiera hecho lo mismo en otra época. El heroísmo de las personajas (así les llamo) que se mueren en nombre del amor de un hombre me parece patético no porque sean hombres, sino porque se mueren, es igual si entregan la vida por el amor de una mujer. ¿Acaso el acuerdo en el sureste no fue seguir vivas y seguir luchando? La inteligencia del combate radica en la elección de los caminos. El rey de Tebas era un asesino estúpido, más lo segundo que lo primero y por eso más peligroso.

Lo anterior porque el proceder suicida me llena de rabia, más cuando se le romantiza con frases del tipo “el suicidio es un acto de enorme valor y debe respetarse”, “se trata de una última decisión llena de responsabilidad y libertad radical”, no olvidemos que los muertos no cambian nada, no son indispensables diría Brecht, pues no luchan toda la vida, más bien la desprecian porque no se deciden a cambiar el mundo, lo cual implica cambiar tu propia vida, protegerla, pedir ayuda, darla y si tienes cierto nivel de influencia, ser responsable, es decir, responder con prudencia, con neuronas. El suicidio me indigna sobre todo si eres joven, inteligente, bella, con título nobiliario, con amor y muchos más recursos como Antígona.

No, ya no soy del club de los mártires, menos de los que se quieren morir, pero no lo saben bebiendo sin control, compartiendo su cuerpo sin cuidados, consumiendo drogas, haciendo deportes cada vez más extremos, tomándose selfies al borde de precipicios, amando o acercándose a un lobo hambriento. No, quedo lejos de esa tribu. Que me perdone el fantasma de Elena Garro y todas las que aún no han leído a fondo La Odisea. Tenemos a Circe, tenemos a Calipso, a Penélope. Sobre Ulises hablaré en la próxima columna.

*Escritora

Aquiles vence a Héctor. Imagen: mitosyrelatos.com