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Enfermedades infecciosas: nuestra inseparable sombra

 

El Año Nuevo me sorprendió con COVID-19. Un poco de tos, sensación de escalofrío y un incesante dolor de cabeza fueron la advertencia. Me hice una prueba y ocurrió lo que no había pasado en años: positivo a COVID-19.

A partir del resultado estoy en aislamiento voluntario para evitar propagar la enfermedad. Aunque disfruto mucho estar en mi casa, saberme recluido por necesidad ha causado cierta angustia en mí y me ha puesto a pensar en enfermedades que en algún momento de la historia fueron un motivo para aislar y discriminar, como lepra, peste, tuberculosis y, más recientemente, el VIH.

El sitio de aislamiento por antonomasia es el leprosario. También llamados lazaretos, los leprosarios fueron establecimientos en los que se confinaba a quienes enfermaban de lepra, separándolos del resto de la población y de la iglesia. En palabras de Foucault, en Historia de la locura en la época clásica, los leprosarios y los ritos relacionados con la lepra (pienso en las ropas distintivas o el uso de carracas) nos buscaban suprimir la enfermedad, sino mantenerla a una “distancia sagrada”. Debemos recordar que la lepra fue considerada un castigo divino, de modo que el leproso personifica una serie de valores e imágenes como la exclusión, el castigo y la manifestación misma del poder divino. Con la progresiva desaparición de la lepra en Europa, continúa Foucault, los leprosarios serán usados primero para aislar a los “venéreos” (personas con infecciones de transmisión sexual) y posteriormente a los locos. Los sanatorios para tuberculosos también fueron otro espacio de segregación, donde los enfermos solían reposar, estar al aire libre, tomar baños de sol y pasar sus últimos días. El primer dato que se tiene de uno de estos sanatorios se remonta a 1791. Estos establecimientos funcionaron hasta ya entrado el siglo XX (recordemos no han pasado ni 100 años desde que inició el tratamiento para tuberculosis con estreptomicina, en 1944); en México el más famoso fue el Sanatorio para Tuberculosos de Huipulco, en lo que ahora es el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias.

En estos días de malestares, toses y dolor de cabeza también he pensado en la gran diferencia entre enfermar hoy de COVID-19 y haberlo hecho en el primer año de la pandemia, cuando estábamos aislados en nuestras casas, con cubrebocas hasta para recibir el súper en casa y, si llegábamos a salir, teníamos un KN95 sobre el rostro, quizá hasta una careta y nos llenábamos de desinfectantes la ropa y las manos no bien volvíamos a casa. Teníamos terror de enfermar: un pánico fundado en los casos que no paraban de sumarse y las muertes que se acumulaban más y más; en los relatos de conocidos, amigos, familiares y vecinos que estaban graves y algunos que lamentablemente habían muerto. No sabíamos mucho del virus, había una cantidad inmensa de desinformación, de tratamientos no probados, de remedios, rumores y la esperanza en una cura para la enfermedad o una vacuna, lo que llegara primero.

Al final lo que llegó fue la vacuna. En México las vacunas contra SARS-CoV-2 llegaron a finales de diciembre de 2020, acertadamente, primero para el personal de salud. ¿Recuerdan esos casos de agresiones hacia enfermeras y médicas durante la pandemia porque los pensaban una fuente de contagio? La historia del leproso una y otra vez…

Luego llegaron las vacunas para toda la población, aunque tuvimos que hacer filas durante horas o pernoctar para alcanzar una dosis. Y aunque hubo quienes se negaron a vacunarse (aún hay quienes siguen negándose), la aplicación masiva de las vacunas anti-COVID ha hecho una gran diferencia.

Desde que comenzaron a usarse, las vacunas han tenido enormes repercusiones positivas para la salud mundial, evitando miles de muertes, enfermedades y discapacidad. Según la historia oficial, el inicio de las vacunas comenzó con Edward Jenner, quien inoculó a un niño de 8 años, James Phipps (hijo del jardinero de la familia), con material de una pústula de viruela bovina, extraído de Sarah Nelmes, una ordeñadora. Dos meses después de esto, Jenner volvió a inocular al niño, pero ahora con material de una lesión de viruela, sin que desarrollara la enfermedad, lo que mostró que James Phipps había adquirido inmunidad frente a la viruela.

Jenner repitió su experimento con más personas para comprobar que funcionaba. Los exitosos resultados del procedimiento llegaron hasta el médico Francisco Javier de Balmis, quien condujo la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, financiada por el rey Carlos IV, para distribuir la vacuna en todo el territorio español. Para llevar la vacuna se usaron niños huérfanos, a quienes inoculaban y, una vez que desarrollaban pústulas en sus cuerpos, estas eran usadas para inocular el siguiente par de niños. La expedición partió el 30 de noviembre de 1803 hacia América. Esa expedición llegó a México y en septiembre de 1805 partió de Acapulco rumbo a Manila con 26 niños más, esta vez mexicanos. Como escuché decir a la Dra. Celia Alpuche en una conferencia, aunque hoy ningún comité de ética aceptaría usar a niños como reservorio de una vacuna, esta expedición constituyó la primera campaña de vacunación mundial, salvando una cantidad incontable de vidas.

Finalmente estuve reflexionando sobre la empatía y la importancia que las redes de apoyo tienen para la salud y para superar enfermedades y cómo necesitamos de las otras personas más de lo que creemos. Enfermar hizo que personas a quienes aprecio y quiero me mandaran un mensaje, una llamada; me ofrecieran su ayuda, sus consejos, su cariño, apoyo y solidaridad… Eso, sentirme querido y acompañado, arropado por una red de hombres y mujeres fantásticas, más que el paracetamol y los tecitos de jengibre con miel y limón es, para mí, la mejor medicina que he tenido para tratar este cuadro de COVID-19.

A ustedes que están cerca, gracias por cuidar de mí.

*Comunicador de ciencia. Instagram: @Cacturante