Andrés Uribe Carbajal
Veamos, ¿Qué edad tiene uno en México cuando empieza a comer picante? (voy a evitar la palabra chile, porque no quiero sufrir de albures). Yo creo que unos tres o cuatro años, en mi caso mi abuelita cocinaba con cantidades absurdas de picante, y algún eco de ello resonó en la cocina de mi casa, por manos de mi papá.
Yo pienso que la introducción a tal tortura culinaria fue por un dulce. Eso es, un dulce. Porque no hay mejor manera de adiestrar al paladar y de engañarlo un poco que primero endulzándolo, para después soltarle un madrazo de dolor cáustico y punzante. Supongo que la primera vez (uno no lo recuerda), pero estoy seguro que yo la primera vez que experimenté el picante sufrí mucho, mientras los adultos reían.
Es como el mismo ritual que hay que pasar para acceder a un pasaporte mexicano (no al de papel), sino al real, el que da paso a la idiosincrasia de la cultura. Paz supo escribirlo muy bien. Si por mí hubiera sido, hubiera dejado la cosa ahí, claramente el dulce es un vil anzuelo para las puertas del infierno.
Pero con el tiempo no hay manera de esquivarlo, el anzuelo se presentaría múltiples veces, en otros dulces, en papás fritas, en salsas, y prácticamente en toda la dieta del mexicano, que experimenta su gastronomía con una dosis de adrenalina. Eros y Tánatos, nunca se habían acercado a manifestarse tanto como en unos chilaquiles verdes después de una cruda. Uno siente que muere pero renace al mismo tiempo.
Posteriormente se adquiere ese gusto que les parece el mismísimo harakiri a los extranjeros, con los cuales aplicamos el mismo ritual que los niños para reírnos de ellos. Si es que quieren el pasaporte tienen que pagar el precio. Tienen que cruzar el umbral.
Después de mucho adiestramiento, la tortura muta de piel, se pueden disfrutar varias salsas, y varia selección de chiles (ya perdí), sin pasar por el pabellón del dolor, o quizá sí, pero menos tambaleante. De ellos hay de todo tipo: jalapeño, ancho, cascabel, poblano, chipotle, morita, guajillo, serrano, habanero, pasilla, de árbol, manzano, puya, piquín, etc. Mientras uno se vuelve más sensible, puede encontrar y disfrutar nuevos sabores, puede disfrutar y ya no sufrir, inclusive reconocer dulzor y otras referencias. Es un poco como el vino o el café. Quien conoce de ello, puede decir la barricada, el tipo de uva, el tiempo de fermentación. Quien conoce de café te diría a qué altura se cultiva el café, si el grano es arábica o robusta.
Esa experiencia, ese entrenamiento va a golpear en su contacto con el producto, y va a intervenir en él para siempre. Podemos llamar a eso sofisticación, ya que percibirá de otra manera el mundo. La enseñanza ha logrado descubrir y experimentar de una manera completamente diferente y radical el mismo objeto, llámese, picante, vino o café.
¿No te parece una locura? Pero esa experiencia, requiere un esfuerzo, se llama paciencia, que viene siendo algo así como la resistencia por la cual el aburrimiento nos dice que demos swipe. Es ahí que el adblock viene a ser la paciencia.
En los últimos años he visto como cada vez menos gente se interesa en aprender un instrumento. Simplemente es porque el cultivo de la paciencia es escaso, eso toma años, y toma mucho aprendizaje…y mucho empuje contextual.
Lo mismo pasa con la apreciación musical, la gente no tiene en sí la culpa de que piense que Rosalia o Bad Bunny son los mejores artistas del planeta. Imagina los años y el aprendizaje (a medida forzada) que les tomaría poder llegar a disfrutar de Chopin, o a reconocer un gran vino y más aún, hay otro problema: lo que cierra a estos artistas con respecto al resto del mundo no es tanto su propia elección selectiva de calidad como la realidad social que limita el radio de acción a las capas más fuertes de la población. Imperialismo Yankee, diría mi amigo francés, para lo cual sólo tiene una frase. LA RESISTANCE.
Uno no puede soltar una frase tan boba y menos juzgar a la gente porque les guste ese tipo de cosas (a mi también me gustan), pero sí puede apuntar en la cultura y en el sistema; un fallo de democracia. Una gran falla estructural de cultura, que reconozca en algo tan cotidiano como en el picante, el secreto de la sofisticación o del gusto, que sucede sólo a través del aprendizaje empujado por la cultura. Una baraja abierta y no enmascarada. Entonces, podríamos tener en Spotify una lista tan variada, como una mesa de salsas en Tepoztlán. Entonces podríamos acceder con pasaporte en mano, a otros mundos.