Huevos de pollo y hueveras de gallina
José Iturriaga de la Fuente
Cierta ocasión fui invitado a visitar el rastro de Ferrería –cuando operaba al máximo ese centro abastecedor de la ciudad de México-, allá por Azcapotzalco. Después de un recorrido por sus instalaciones de un par de horas, y habiendo presenciado la matanza de varios cientos de reses y algunos miles de pollos, pasamos a almorzar al comedor privado del director, con su equipo de colaboradores. Éramos unas diez personas.
Fui advertido de que sería una verdadera muestra gastronómica y que el menú incluía, entre otros variados platillos, unos huevos de pollo en salsa verde (lo cual me entusiasmó, intrigándome el oscuro significado de la vianda mencionada).
De muchos tiempos constó el ágape, debidamente irrigado con cervezas bien frías. Todos eran a base de res o de pollo. Uno de los primeros en servirse fueron los prometidos huevos de pollo. Al respecto, caben ciertas explicaciones preliminares.
La mayoría de los mamíferos machos destinados a la producción de carne son castrados, pues engordan por el cambio hormonal. La castración no necesariamente consiste en cortar los testículos, ya que basta atrofiarlos; en las rancherías lazan al toro, lo amarran y tiran al suelo, le ponen una piedra plana bajo esas glándulas y se las apachurran de un buen golpe con otra piedra, método ventajoso por incruento: en pocos días se van secando los testículos, ya sin función alguna. Los toros castrados se llaman bueyes -a diferencia de la grosería muy mexicana, que es güey-. Por cierto que el caso de la castración de toros en ocasiones no es para engordar con vistas a la producción de carne, sino para usarlos en trabajos rurales pesados –como jalar arados y carretas-, pues los animales capados, como les llama el pueblo, engordan -y con ello tienen más tracción- y son más mansos. En el México prehispánico se castraban los perros destinados a la alimentación humana. Otro motivo para realizar castraciones es evitar la reproducción -aunque en mamíferos suelen operar a la hembra, ligando las trompas de Falopio-. Pertenece a la historia la castración de esclavos para cuidar el harén -garantizando así la fidelidad de las esposas, pues el castrado no solo pierde la fertilidad, sino el apetito sexual- y la castración de niños cantantes -castrati- para que no les cambiara la voz con la adolescencia.
Pues bien, no es muy sabido que los machos de las aves también tienen testículos, aunque evidentemente no son externos. También se les castraba para engordarlos (con una rudimentaria operación quirúrgica consistente en una pequeña incisión para extraer esas glándulas con un dedo y cortarlas). En España y en México se les llamaba capones a los gallos castrados, con numerosos ejemplos culinarios en recetarios antiguos.
En el almuerzo del rastro de Ferrería, el guiso que nos ocupa eran unos testículos de pollo en salsa verde (y el nombre supra citado no se lo puse yo, sino que era el usual en el medio en el que estábamos); como esa parte del ave es un poco menor a un garbanzo, de seguro fueron muchos cientos de pollos los que se requirieron para cocinar ese manjar, ciertamente exquisito. Solo en un rastro de esas dimensiones era posible darse semejante lujo. El sabor era parecido al de las criadillas de toro, que como todos sabemos son asimismo los testículos.
Para hablar, ahora sí, de los huevos de gallina, quisiera dejar asentado que cuando se hace caldo de ese animal o de pollo en la casa, toda la familia ya sabe que la rabadilla y el huacal son para mí (lo que ciertamente a nadie le provoca ningún desencanto o frustración; más bien, lo que vuela son las piernas, demanda que me hace recordar un dicho de mi suegra en situación parecida: “Es pollo, no ciempiés”).
Chupar hasta el último huesito del huacal con el pescuezo, desarmando a éste, previa degustación de los pulmones y el corazón, es una delicia solo comparable con la rabadilla; en ella compiten por el primer lugar de sabrosos, la colita –ese triángulo pequeño que remata el esqueleto- y la huevera, cuando se trata de gallina en época de postura.
Sorprende que muchos niños jamás hayan visto una huevera: se localiza dentro de la rabadilla y es un racimo con decenas de yemas, desde una grande que sería la que iba a poner al día siguiente la gallina, si no la hubieran sacrificado, hasta muchas chiquitas como municiones, pasando por todos los tamaños intermedios.
Una señora parada en el pasillo exterior a la entrada del mercado López Mateos en Cuernavaca, muy cerca de donde estaba la pancita de La Güera, vende todas las mañanas gallinas de rancho ya limpias y abiertas, con la huevera expuesta.
Un día cociné unos huevos ahogados sui generis. Conseguí en el mercado capitalino de Jamaica un kilo de puras hueveras, sin el resto de la rabadilla (ahí es posible, pues manejan volúmenes muy grandes de mercancía y nada se les queda). Preparé el caldillo de jitomate bien sazonado (“especia”, como le dicen las señoras acá en Morelos), con sus rajas de chile poblano, de acuerdo a la tradicional receta. Luego agregué las hueveras, hasta que se cocieron. Y, ya sentados a la mesa, eché dentro del caldillo hirviendo los huevos frescos de gallina, para servirlos casi de inmediato. El punto preciso es cuando la clara ya está cocida, en tanto que la yema debe contener aun la mayor parte líquida. Con o sin huevera, los huevos ahogados son exquisitos.