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Por Cafeólogo

En cuanto a esta pregunta, hay dos tipos de cafeteros: los que le ponen azúcar al café, y los que no. Y a partir de esta dicotomía se pueden unir vidas o arruinar matrimonios, así de grave y profunda es la cuestión, y en cada bando se esgrimen sendos argumentos para explicar por qué sí y por qué no, se gasta saliva con enjundia y se aderezan sobremesas con la temática puesta bajo el microscopio. Al final, el que le pone azúcar simplemente toma la cuchara y pone azúcar, y el que no, pues no.

Si es correcto o no el ponerle azúcar al café, a qué café, qué azúcar, si otro tipo de endulzante pero no azúcar, si es signo de ser muy cafetero o cafetero de verdad el que no le pone, si qué tanto es tantito, si al café con leche no pero al que va solo sí, que si los italianos le ponen azúcar a su taza de espresso y los cubanos al café molido desde la preparación o la torrefacción… la verdad, son discusiones bizantinas, como aquellas que trataban de dilucidar cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler.

Más allá del azúcar, el dulce, el sabor dulce, cumple una función sumamente importante a la hora de alimentarnos, tanto por sus efectos fisiológicos en nuestro cuerpo, como por el estímulo sensorial que genera y las emociones que produce. Y por otro lado, el ácido o el amargo, ambos asociados por diferentes razones a expresiones de calidad del café, cada uno con sus efectos sensoriales, fisiológicos y emocionales en nosotros. Así agruparé, de forma simplista y burda, nuestra postura frente a los sabores (dejando de lado por cierto el salado, que no debiera tener un papel importante al hablar del café), por un lado los sabores “duros” como el ácido y el amargo, y por otro lado el sabor “suave”, el dulce.

La cuestión la dibujo así: históricamente el café ha sido una bebida de sabores duros. Me atrevo a pensar que primero amargos (asociados al tostado, principalmente) y luego ácidos (asociados a la apreciación del terruño, la altitud y la variedad). Pues bien, siendo así, y sumados el uno con el otro, no me resulta extraño que alguno echara de menos algo de amabilidad en su taza y comenzara a añadir a su café algo dulce: miel en primera instancia, sospecho, y hoy que somos hijos de la revolución industrial, azúcar. Y no fue suficiente, alguien más dijo ´pongamos leche´ y ahí la puerca torció el rabo una vez más. Ahora, para muchos, la una va con la otra en la taza de café.

Y voy a poner otra cuestión sobre la mesa: el azúcar, ¿causa adicción? Hace mucho tiempo que pienso que no hay mejor vehículo o pretexto para darse un pasón de azúcar hasta dos o tres veces al día, que una taza de café. Me pregunto cuántos cafeteros habrá que son en realidad amantes (o dependientes) del azúcar, más que del café. Y si además se reúnen cafeína y glucosa en una misma bebida… ni qué decir.

Esta cuestión merecerá al menos una segunda parte que compartiré en la siguiente entrega, mientras tanto, anuncio el título de la próxima semana: el bueno no la necesita, el malo no la merece.