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EL PARADÓJICO RAMADÁN PAQUISTANÍ

José Iturriaga de la Fuente

Ya hace unas buenas décadas, me tocó en suerte visitar Paquistán (no hace falta aclarar que el occidental, pues el oriental dejó de llamarse así para retomar su nombre original de Bangladesh). Después de conocer la capital, Karachi, con menores atractivos, me trasladé a Lahore, población muy cercana a la frontera con la India. Se trata de una extraordinaria ciudad muy antigua (si fuera europea, diría que medieval); en los años de mi viaje predominaban los coches de tracción animal, muy por encima de los de motor.

Paquistán es uno de los países mahometanos (que no árabe, pues racialmente es más bien hindú) donde se siguen con mayor rigor los preceptos de Mahoma. Está prohibido el consumo de bebidas alcohólicas, no solo durante el mes sagrado del ramadán, sino en todo tiempo, pero además mi visita fue en esos “días de guardar”. Yo no estaba enterado de lo uno ni de lo otro.

Cuando llegué al hotel, proveniente del aeropuerto, después de llenar el habitual formato de registro, me preguntó el recepcionista si pensaba pedir alguna bebida espirituosa, lo cual me desconcertó. Nunca se me había planteado semejante cuestión a la hora del check in y, dubitativo, respondí: “Pues… sí”. Nunca lo hubiera hecho (ni siquiera me es indispensable beber, aunque me gusta). Sacó el empleado otro formato mucho más largo y su llenado me llevó unos 20 minutos; la médula era que yo fuera extranjero y que no profesara la religión de Alá. La meticulosidad de aquel interrogatorio escrito hoy se me figura al ingreso a Estados Unidos, teniendo cara de fedayín.

El recepcionista me recogió el pasaporte para remitirlo al ministerio de Gobernación –documento que se me devolvería a mi salida del país- y fui conducido a mi habitación, previa advertencia de que no había lugares públicos para tomar bebidas alcohólicas y que solo podía solicitarlas al room service, siempre y cuando no estuviera acompañado. Más por capricho que por antojo –después de semejante trámite engorroso-, tomé el teléfono y pedí una cerveza. Segundo error. Esperé más de media hora para que me la llevara un mesero, de muy mal modo. Por supuesto que nunca volví a pedir nada más; hubiera perdido mi tiempo encerrado en el cuarto, esperando.

La paradoja empezó en cuanto salí a la calle y paré un “taxi” de a caballo (cierta especie de calandria, no turística, sino para el transporte público). El “chofer” sostenía en la mano izquierda las riendas del animal y en la derecha un cigarro de mariguana, que de inmediato me ofreció (infructuosamente). No fue un caso aislado; la mayoría de los carros de sangre (como les decían en México, durante el virreinato) que tomé esos días en Lahore, tenían un conductor con el mismo hábito. Mi ignorancia de los preceptos mahometanos me impide dilucidar si a los ojos del Profeta sería menos pecaminosa la vía pulmonar que la digestiva para tratar de elevar el espíritu (de manera artificial).

Por otra parte, ya se sabe que durante el mes del ramadán no se puede comer ni beber durante el día (mientras el sol no está oculto). El ayuno alimenticio no me causa mayor problema, pero hacia la tarde sí me pesaba la falta de líquidos, al estar caminando y recorriendo la ciudad sin parar. Un amable propietario de una tienda, cuando entré a explicarle que era extranjero y que no aguantaba la sed (medio a señas, señalándome yo mismo y diciendo “mexican”), me invitó a pasar a la trastienda y allí, oculto a las miradas indiscretas, me vendió un refresco que me tomé al hilo.

Como quiera que sea, me encantó Paquistán.

Y ahora que rememoro aquellos días y lugares donde el caballo no era lujo citadino sino medio de transporte cotidiano, disfruto ver en Ahuatepec -ya plena zona urbana cuernavacense- cuando pasa a diario un señor a caballo y con sombrero cargando dos botes metálicos con leche bronca para entregas a domicilio. Recién llegados a Cuernavaca, iba yo a diario a su modesta casa, donde tiene varias vacas, y compraba tres litros de leche para obtener una nata deliciosa, amarilla y espesa. Nos la comíamos dentro de una concha, como torta, o en un bolillo, con azúcar, o en tortilla, con un poco de sal, ¡taco finísimo! Pero desistimos de ese hábito sibarita cuando nos percatamos de que las puertas de la casa parecían cada vez más angostas…

Ya solamente consigo natas cuando voy a cocinar una receta de mi madre, sensacional: se revuelven las natas con un poquito de cebolla picada muy finamente y se les agrega sal. Con ellas se hacen tacos que se van acomodando en un refractario. Luego se agregan sobre los tacos unas rajas de cuaresmeño previamente guisadas con tiras de cebolla y con jitomate, que queden ligeramente caldosas. Y entonces se hornea.

Por cierto que cuando voy a la CDMX, trato de desayunar en algún “El Cardenal” (de mis amigos Marcela y Tito Briz) y solo pido una orden de frijoles refritos, unos bolillitos calientes -que allí mismo se hacen- y un tazón de natas. ¡Qué mini tortitas fabulosas con esos ingredientes! Entonces el mesero me pregunta si no quiero ver la carta para ordenar mi desayuno, ¡insensato! Si acaso, luego pido otro tazón de natas para terminarme los bolillos y los frijoles…

Y al que tenga mala leche y no disfrute este manjar, podemos recordarle que, por no gustar la nata, se la comió la gata. Y para que no falten, yo aquí estoy, como los higos, criando leche pa’los amigos. Y no importan los riesgos, mientras dé leche la vaca, aunque patee.