ESE PLATILLO ESTÁ EN CHINO (COMÉRSELO)

Uno de los países que más he disfrutado es China. Por su comida, además de sus incontables atractivos. En un viaje a Pekín (para negociar una exposición de arte popular mexicano que habría de montarse dentro de la Ciudad Sagrada), me dediqué a conocer platillos raros -y decir esto en China es mucho decir-; en un buen restorán, seleccioné para comer unos alacranes (el menú suele estar en chino, en inglés y acompañado cada platillo de una fotografía, para no errarle).

(Yo había leído en un diario de viaje del barceloneta francés Emile Chabrand, de finales del siglo XIX, que él había visto, cerca de Tepoztlán, comer alacranes a unos indios).

Cuando llegó mi plato, que era un entremés, me puse un poco tenso: había ocho alacranes, grandes y güeros, con el aguijón levantado de manera amenazante. Los comensales extranjeros de las mesas más próximas centraron su atención, durante un medio minuto, en mi comida y en mí. Yo, por supuesto, puse cara de conocedor y traté de hacerme el indiferente (a las miradas y sobre todo a los impresionantes alacranes). Cuando ya nadie me veía, tomé los palillos y con uno de ellos, discretamente, piqué a distancia a uno de los animales, para ver si no se movía, pues se veía como si estuviera perfectamente vivo. ¡Qué se iba a mover! Estaban doraditos, pero como los fríen vivos, quedan tiesos en una posición muy realista. Cada alacrán estaba colocado sobre un chicharrón de trigo de color amarillo o anaranjado y tenían espolvoreado encima un aderezo parecido al chile piquín con sal, pero casi no picaba. Estaban deliciosos.

De regreso en México le platiqué la experiencia a mi esposa y casi no me prestó atención; de seguro pensó que le estaba inventando. Dos meses después regresé a China, ya para montar la exposición de artesanía mexicana, y Silvia me acompañó. En la primera oportunidad, la llevé al mismo restorán del que hablo, pero no le dije a dónde íbamos. Pedimos un par de platillos, obviamente para compartir (¡estábamos en China!) y cuando se levantó para lavarse las manos, aproveché y le pedí al capitán que primero nos trajera unos alacranes de botana. Disfrutábamos alguna bebida, cuando llegó el mesero y puso al centro el plato con los arácnidos; Silvia dio un grito sin disimulo, se levantó de la mesa y se arrinconó pegada a la pared; entre las risas de los vecinos de mesa y del servicio, yo le decía, entre dientes, que se sentara, que qué vergüenza, hasta que lo hizo refunfuñando y con muchas reservas. Por supuesto que no probó ni uno solo de los escorpiones; yo me los acabé feliz.

Días después, caminando por un mercado callejero en Pekín –como nuestros tianguis-, encontramos una zona de fondas y una de ellas tenía una gran charola con los bordes altos y dentro pululaban decenas de alacranes vivos. De inmediato pedí unos (por supuesto que a señas) y allí aprendí cómo los agarran con dos dedos por el aguijón, de uno en uno, para freírlos vivos. Nos sentamos en una larga banca común a comer (desde luego que Silvia pidió otra cosa).

También en la calle, en la ciudad de Xian encontramos un puesto en la banqueta donde freían, en pequeños alambres, diversas especies de pajaritos y cigarras. En efecto, había unos del tamaño de un pichón, donde un solo animalito ocupaba el alambre, en tanto que otros eran tan pequeños –casi como colibríes-, que cabían tres. Las cigarras eran enormes y ocupaban dos el alambre; a diferencia de nuestros chapulines, que por su tamaño resultan tener un sabor homogéneo, esos grandes saltamontes se comían en dos o tres bocados y así se diferenciaba muy bien el respectivo sabor del abdomen, el del tórax y el de las patas y alas.

En un restorán cantonés pedimos una cabeza de cerdo ¡entera! (así estaba en la fotografía del menú), deshuesada por completo (con un trabajo quirúrgico verdaderamente notable, que la hacía verse medio apachurrada por la ausencia de la estructura ósea). Estaba preparada en salsa agridulce, pero no de catsup y sabores artificiales, sino de puras frutas frescas. Fue maravillosa, tanto, que Silvia se comió los cachetes completos (y yo las orejas, la trompa, los ojos y lo demás). En México traté de repetir el manjar y aunque no me quedó igual, si resultó exquisito e impresionante; no pude deshuesar la cabeza, así que la horneé con todo y cráneo; quedó más alta que la china y la variedad de frutas que le puse –unas en compota, para que endulzaran más- gustaron mucho.

En otro restorán en Pekín me invitaron a comer unos funcionarios chinos y el mayor y más respetable, como una distinción a mí, me servía con sus propios palillos (con los que estaba comiendo él) de los platones a mi plato.

Viene al caso recordar que en Japón nunca he visto los que en México llamamos cacahuates japoneses, en cambio en aquel banquete de Pekín sí había un platito pequeño con esa botana para todos. Yo solo me hubiera comido varios de esos platitos, pero allá rendían mucho más: en lugar de tomar de puñito en puñito, como aquí, se tomaba cada cacahuate de uno en uno, ¡con los palillos! Por fortuna los domino.

Otra suculencia es el pato laqueado pekinés, uno de cuyos secretos es despegar la piel al animal crudo, soplándole por el cuello ya sin cabeza. Una vez horneado, se come en tacos de tortilla de harina a la cual se le unta primero salsa de ciruela o howshin y se le agrega cebollín en tiritas y pepino sin semillas, asimismo en tiras.

Como a la familia nos encanta ese pato, he desarrollado la misma receta con pollo rostizado (fino, de los hechos a la leña), comprando los ingredientes chinos en “La Casa de las Especias” y las tortillas en cualquier miscelánea, pues son idénticas a las nuestras. Los hijos, burlones, le llaman a mi receta “patollo” pekinés. Pero les fascina.