DE ERIZOS Y BURROS

 

Muchos jóvenes y niños nunca han paseado en una lancha de fondo de cristal, frente a la famosa isla de la Roqueta, en Acapulco, para ver cómo un buceador se pone en la boca un erizo recién abierto a fin de que los peces acudan a comer su hueva, junto a su misma cara. Tampoco saben que en esa isla hay un burro que bebe cerveza -de hecho, han sido cerca de veinte burros en las últimas décadas, pues se van muriendo de cirrosis hepática-. Los turistas le disparan al jumento en turno una chela de botella, pues las de lata no las pueden detener con los belfos; uno se la coloca en el hocico y el burro levanta la cabeza sosteniendo la botella y se la bebe al hilo. Se toman muchas diarias; en Semana Santa, varios cartones al día. Por supuesto que los restoranteros son quienes se encargan de reemplazar al burro, cuando su salud flaquea para siempre, pues se trata de un excelente negocio para ellos y de un divertido e insólito espectáculo para los visitantes. Mi querido e irreverente Cristián, en cierta ocasión en que el calor me agobiaba en algún viaje tropical, cuando me bebí una ampolleta de cerveza de un tirón, me dijo sin ningún comedimiento: “Te pareces al burro de la Roqueta”.

Y hablando de burros -como dicen con gran delicadeza nuestros campesinos de algunos lugares: “No agraviando a los presentes”-, no mucha gente sabe que el chito clásico es de burro; son esos trozos pequeños de carne dura y salada, a veces enchilada, que ofrecen algunos modestos vendedores ambulantes junto con pepitas, cacahuates, habas, garbanzos y huesos de capulín. Suelen frecuentar, con sus charolas de madera y cucuruchos de papel de estraza, las obras donde trabajan albañiles, buenos conocedores de aquella exótica botana. En épocas virreinales, los burros y las mulas -acémilas, dirían con finura los mismos campesinos- de desecho de recuas y de minas, eran convertidos en chito, pues el atractivo de esa golosina es su dureza, para estar mordisqueándola largamente.

A finales de 2005, fui invitado a un congreso andino de gastronomía en Santiago de Chile y una mañana Silvia rechazó ir a desayunar al mercado central, paraíso de mariscos para llevar y para comerlos ahí mismo, en magníficos restoranes. (Nunca hubiera desechado la propuesta a otra hora, pero a las nueve de la mañana nos desairó). Fuimos Emiliano, de once años entonces, y yo. Él abrió boca con una docena de ostras en su concha, que iba preparando meticulosamente de una en una, con limón y salsa Tabasco (preparada en Estados Unidos desde hace siglo y medio, con semillas llevadas de México por un soldado de la guerra del 47); por mi parte, yo inicié con una sopa de mariscos. Después llegó a la mesa el motivo principal de nuestra temprana expedición: hueva de erizo, que allá le dicen simplemente erizo; era un plato hondo sopero, muy bien servido (con las huevas crudas y frescas de unos quince animales) y al lado nos pusieron cebolla picada, perejil y limones, para condimentarla. Sin embargo, pervertido como está nuestro paladar por las delicias japonesas, solo le pusimos salsa de soya y nos la comimos a cucharadas. Llamaba la atención el niño despachándose sus ostras y luego el erizo.

Sucede que los paladares se educan -como también el oído y los sentimientos-, y si desde pequeños no se les enseña a los niños a comer de todo y a disfrutarlo, ya nunca lo podrán hacer después, o les será muy difícil. (Recordemos, por ejemplo, una escena frecuente: llega una familia a un buen restorán mexicano y la señora pide un mole de olla, el señor su chile en nogada “y al niño le trae un caldito de pollo”).

Hasta que se casó Silvia conmigo nunca había probado sesos, pancita, riñones, corazón, pata, cabeza de res y otras delicias como esas, pues su familia no las acostumbraba. Habla muy bien de mi esposa que ahora no perdona, cuando vamos a Puebla –al igual que Emiliano- su cemita de pata de res con pápalo quelite, aunque debo decir que aquí en Cuernavaca no me acompaña a los tacos de cabeza del mercado López Mateos.

Pero concluyamos en Chile con una maravillosa barbacoa de mariscos, llamada en su Patagonia natal con el nombre de curanto. Nos invitó a los congresistas a cenar a su casa de campo en las afueras de Santiago uno de los chefs chilenos más connotados –Coco Pacheco- y la primera parte del agasajo fue preparar la cena frente a nosotros. Ya estaba listo un hoyo en el jardín de un metro y medio de diámetro y no muy hondo, a lo más de unos 30 centímetros de profundidad; todo el fondo estaba lleno de brasas incandescentes y fueron cubiertas con varios cientos de ostras de diversas especies –ostiones, almejas y mejillones, entre otras muchas-, luego se agregaron unas duras piedras animales llamadas picoroco que adentro tenían una deliciosa carne prima lejana de los percebes (que después vimos que solo era posible abrirlas a martillazos), varios pescados grandes enteros y cazuelas con papas y unas verduras desconocidas para mí, todo traído en avión desde el extremo sur del país, esa misma mañana. Colocadas las viandas sobre las brasas, se taparon con abundantes hojas luengas y después con tierra, quedando un montículo elevado sobre el nivel del suelo. Una hora y media después se abrió esa colosal fuente de mariscos, para nuestro pantagruélico deleite; entretanto habían circulado profusamente centollas cocidas de largos brazos, como cangrejos de Alaska (arrasadas por Emiliano). A la altura de los alimentos estuvieron los afamados vinos chilenos.