DE CERTÁMENES Y DE CIERTAS HAMBRES

 

Son contados los casos en que una persona tiene idea, desde joven, de qué va a hacer en la vida. Yo nunca pensé que llegaría a ser considerado por los incautos como un conocedor de la cocina mexicana. No obstante, con frecuencia me invitan a participar como jurado en concursos gastronómicos, lo cual me satisface grandemente (no por supuestamente experto, sino por goloso).

En los noventas fui jurado en un certamen de cocina de hongos silvestres, llevado a cabo en la vieja estación del ferrocarril de Cuautla. Se escogió a esa ciudad morelense por su cercanía a las faldas del Popocatépetl, región muy rica en hongos durante la época de lluvias. De ese evento derivarían recetas que después dieron lugar a dos tomos de la colección de Cocina Indígena y Popular publicada por Conaculta en 55 volúmenes. Allí aparecen también, entre otras muchas, las recetas del tamal de calabaza amarilla, agua de hojas de limón, salsa de flor de guaje, frijol con flores de colorín, ranas capeadas, huevo con masa, ajolotes en salsa de ciruela, tortas de haba y de lenteja.

De los más extraordinarios certámenes en que he participado fueron dos Encuentros de Cocineras Indígenas de Michoacán, el primero en Uruapan y el siguiente en Pátzcuaro, donde fuimos jueces, entre otros, mi querida Chepina Peralta, ícono de la cocina mexicana, Rubi Figueroa, experta cocinera, propietaria de un exitoso restorán en Morelia y esposa de Genovevo, entonces gobernador de Michoacán, y yo.

En el maravilloso recinto del viejo colegio de los jesuitas en Pátzcuaro fue celebrado el segundo concurso, organizado por la Secretaría de Turismo estatal. Fueron 45 las participantes (debería decir “los” -aunque me regañen-, pues eran 43 señoras y dos hombres). En total se presentaron cerca de 130 platillos y el único juez que los probó todos fui yo (no sé si lo digo con orgullo o con vergüenza). Aunque los ocho jueces debíamos hacer nuestras calificaciones de manera individual, doña Rubi y yo realizamos juntos el sabroso e interesante recorrido, lo que para mí fue un deleite adicional.

La gran mayoría de las concursantes eran indígenas purépechas, de la meseta tarasca, y parecía que el concurso era de textiles, pues a cuál más vestían indumentaria con lujosos bordados polícromos hechos por ellas mismas; hicieron maravillas con el maíz, el frijol, el chile y otros variados productos vegetales y animales que ofrece la región lacustre michoacana.

En todos los puestos que visitamos, solo probábamos un bocadito de cada platillo, ni siquiera con tortilla, pues no podíamos frenar nuestro trabajo, comiendo en forma. (Incluso sugerí a los organizadores la idea de que nos proporcionaran a cada juez una bolsita de cucharas desechables, para realizar nuestra labor sin poner en aprietos a las cocineras con el requerimiento de cubiertos; ya se sabe que la tortilla es cuchara, es plato y es servilleta. Fue una sugerencia acertada).

A mitad del recorrido, propuse a Rubi y a los jueces que andaban cerca, hacer un intermedio en la expoventa de productos artesanales que se había instalado en el atrio del convento donde estábamos, pues entre ellos se encontraba un fabricante de mezcal de Michoacán. Compré una botella que en ese mismo momento hizo las veces de oportuno medicamento, al permitir la continuación de nuestras delicadas responsabilidades, gracias a sus benéficos efectos (pomo que acabó de rendir sus frutos al final, cuando celebramos la junta de dictaminación y fallo. No faltó algún juez que me viera con ojos críticos cuando saqué la botella en esa reunión, pero todos los demás bebieron agradecidos). Así restaurados, seguimos el recorrido.

Uno de los dos únicos varones concursantes era de Tlalpujahua –pueblo michoacano colindante con el estado de México- y su participación fue con una cabeza de res en barbacoa; se mete al hoyo entera, con sesos y lengua, y se entierra envuelta en pencas de maguey. Cuando nos acercábamos a ese puesto, con cierta pena le advertí a Rubi que me perdonara, pero que yo pediría un taco de ojo, pues es una de las delicias más inimaginables que existen; mi alegre sorpresa fue cuando me contestó que serían dos tacos, pues también a ella era la parte que más le gustaba. Cuando pedimos nuestros tacos, el señor nos dijo que tendría que sacar el otro ojo, pues el primero ya se lo habían comido otros dos jueces. ¡Eso se llama saber escoger a expertos para integrar un jurado! Yo no pude evitar la degustación de un segundo taco de ojo: ya no estaba calificando, estaba solo entregado a la molicie (aunque después seguí cumpliendo de manera cabal con mi deber).

En la reunión de dictaminación propuse para el primer lugar a la cabeza de res en barbacoa y fue aprobada por mayoría. Otros suntuosos platillos indígenas obtuvieron varios premios más. Cuando, al día siguiente, el gobernador Lázaro Cárdenas entregó los premios, no dejó de causar sorpresa el atinado fallo. Por mi parte, la víspera cené unos tacos de cabeza en el mercado de Pátzcuaro, pues los dos que probé en el Encuentro solo me habían dejado picado; desde luego, la del mercado era cocida al vapor, como es lo usual.

Otro concurso al que se me invitó como juez fue el de chiles en nogada que se celebró en el 2006 ni más ni menos que en el atrio de la iglesia de San Francisco, en la ciudad de Puebla, lo que me llenó de orgullo, al no ser yo poblano. Fue una gran distinción. Solo tuvimos que probar de 25 chiles diferentes, pues esa era la final estatal (previamente habían tenido lugar eliminatorias municipales). De cada chile catamos y juzgamos por separado el relleno, la nogada y el capeado -en su caso-, para después probarlos integralmente y dar una calificación única.