FONDAS FAMILIARES

 

En mi familia ha habido una cierta tradición restorantera. Mi tía María, hermana de mi madre, tuvo un restorán “Mary’s” en las calles de República de Chile, en pleno centro capitalino, donde fui muchas veces de niño. Estaba en un segundo piso y era comida casera, muy limpia, sabrosa y económica, para empleados del rumbo. Su cocinera era veracruzana y tenía una hija muy linda (como de mi edad) a quien llamaban cariñosamente La Negrita. Mi tía era en realidad una santa, tenía varios abonados menesterosos a los que daba de comer todos los días, sin cobrarles; fiaba y nunca carrereaba a los morosos, de hecho solo le pagaba el que quería hacerlo. Se entretuvo unos veinte años con su “negocio” (que nunca lo fue en verdad). Recuerdo que en las fiestas de la familia se ponía alegre y bailaba como árabe (según ella) y nos mataba de risa hablando en ese idioma (también según ella); lo que más recuerdo era cuando decía “¡sharmuta buta!” y no faltaba quien la regañara por malhablada. Su hija, casi de mi edad, mi prima Rosalía, siempre ha sido muy bonita y mi tío Ramón la cuidaba mucho de mí, pues tenía singular fama de travieso.

Cuando yo cursaba la preparatoria, mis papás ayudaron a mi hermana Yuriria a poner un restorán en la Zona Rosa, “La Maison du Bon Fromage”, primero en México que solo servía tablas de quesos surtidos con una copa o botella de vino y excelente pan; luego hubo otros que lo copiaron. Según el número de comensales, podía pedirse desde una tabla con tres quesos hasta la mayor con diez diferentes. Fue un gran éxito durante unos 15 años y nunca amplió su menú más allá de salmón ahumado, patés, sopa de cebolla y angulas al ajillo, amén de pasteles deliciosos que hacía mi propia madre. La generosidad de las únicas dos mujeres de mi familia me permitió invitar amigas a “La Maison” durante años, con vino y todo, y solo firmaba la cuenta, adornándome con sombrero ajeno, pues para mí era gratuito el consumo.

Después abrieron mi madre y hermana en San Ángel “Au Pied de Cochon”, mucho antes de que existiera el actual, en un hotel de Polanco (donde, por cierto, la salsa bernesa de las pied de cochon la hacen demasiado ligera, como para gringos, no como en París). Esta nueva aventura gastronómica familiar no fue tan afortunada y resultó más bien efímera.

Ya a finales de siglo, mi hermana abrió en París un excelente restorán llamado “A la Mexicaine”, con recetas tradicionales mexicanas en las que mucho tuvo que ver mi madre; de hecho, pasó una buena temporada allá para apoyar el arranque del lugar. Yo mismo estuve un mes y algunas sugerencias que hice fueron útiles. (Todos esos días paseé en bicicleta horas y horas por las partes más interesantes de la ciudad; fue un placer vivir París de esa manera, haciendo deliciosas escalas líquidas y sólidas en establecimientos muy variados, con la bicicleta recargada en un poste, asegurada con su candado). Recuerdo –fuera de lo habitual- una cena en un restorán alemán del Barrio Latino donde comí una oreja de cerdo, entera, empanizada, ¡sensacional! Otro día, la propia Yuriria me hizo en su departamento un inolvidable foie gras fresco, salteado en mantequilla con rodajas de manzana y salsa de frambuesa.

En el 2006, Ana Paula –nuestra hija del lado de Silvia, mi esposa- abrió en San Andrés Cholula, en Puebla, un restorán de fina comida. La preciosa Anita guisaba de manera notable, con cierta influencia oriental proveniente de diplomados en Japón y otros viajes por el Lejano Oriente, amén de haber vivido en Francia durante un año. El nombre austriaco del lugar – “Pallawatsch”- resultaba atinado, pues lo mismo servía especialidades europeas que de muchas otras partes del mundo. No había una carta fija: a diario preparaba Anita tres o cuatro platillos diferentes y eran a cual más exquisitos, desde rollos primavera al vapor estilo vietnamita o kefdes griegas –como pequeñas albóndigas muy especiadas- acompañadas de pepino al jocoque, hasta gulasch de Europa oriental, de res con paprika, o crepas japonesas de pulpo, pasando por cous cous marroquí y ensalada de corpus christie, de Celaya. Además de un buen bar, había glü wine (vino caliente estilo austriaco), pasteles –notable uno de manzana- y helados de té y de pétalos de rosa, hechos por ella. (Los únicos pétalos de rosa comestibles, porque no amargan, son los de las rosas de Castilla, las pequeñitas).

Cuando estuvimos en la inauguración del “Pallawatsch”, mi hijo Emiliano, entonces de doce años de edad, se puso un mandil y ayudó diligentemente a servir a los clientes. Como el menú era un pizarrón que a diario se modificaba, lo llevó a la calle y “jaló” a algunos paseantes.

Aprovechamos el viaje para disfrutar una vez más del mercado de Cholula, donde comimos unas cemitas de pata de res (las únicas en verdad clásicas), con su pápalo quelite, queso fresco, aguacate y chipotle medio dulce preparado en casa; por supuesto que Silvia y Emi se despacharon la suya. Luego bebimos allí mismo un chocolate cacao, deliciosa bebida indígena, en jícara, parecida al tejate oaxaqueño, con una gruesa capa de espuma casi sólida. Rematamos con un postre que jamás había yo visto: coco garapiñado; cortan en pedazos el coco, no rallado, y lo garapiñan.

Acá en Tepoztlán, junto al camposanto, abrió Anita una réplica del Pallawatsch choluleño, y aunque comenzó con éxito, ya el destino impidió que siguiera adelante…