LA FERIA DEL ATOLE

 

Michoacán coopera con muchísimos atoles a la nómina de varios cientos, quizás miles, que integran el mosaico atolístico nacional. Se dan el lujo de tener una Feria del Atole en el pueblo de Tarecuato ¡con atoles solo de allí mismo! Se encuentra en la meseta tarasca o purépecha y la noche del sábado anterior al Domingo de Ramos se celebra cada año el ya tradicional evento gastronómico.

El marco es apacible y excitante, valga el contrasentido. El paisaje bucólico y el ritmo de la comunidad traen consigo la paz, más se agrega la fuerza y energía contundente de una tradición india secular que, aunque obviamente con muchos elementos del mestizaje, aún predominan en ella los autóctonos: idioma indígena (de hecho es un pueblo bilingüe, pero su lengua materna es el purépecha); medicina tradicional sustentada en la herbolaria; indumentaria característica generalizada entre las mujeres de la población, en la que destacan finos bordados en punto de cruz, de colorido múltiple, sobre el pecho de sus blusas blancas, y el dorso y la cabeza cubiertos con un rebozo azul; expresiones musicales muy antiguas y locales; y, en fin, un espectro culinario tan variado como específico de esa microrregión cultural.

Antes de pasar a la placita principal del pueblo, donde se instalan decenas de señoras al atardecer de la víspera de Ramos, entremos a la iglesia, empezando por el atrio; en él se halla una de las más notables cruces de piedra del siglo XVI novohispano, destacando la coincidencia de los dibujos labrados que adornan a la propia cruz, con los que ostentan los diversos escalones de su basamento. Frondosos pinos de por medio en el jardín atrial, cruzándolo se entra al minúsculo convento de dos plantas que rememora una vida de retiro y recogimiento; en el claustro bajo, chaparras y gruesas columnas de piedra resaltan las estrechas y acogedoras dimensiones del recinto. Los arcos de las tres entradas al atrio asimismo son verdaderas joyas coloniales.

Pues bien. No demos atole con el dedo y entremos ya a la Feria del ídem. Desde las seis de la tarde empiezan a instalarse las mujeres en tres de los lados del pequeño parque central; en el otro lado está colocada una tarima elevada para efectuar algunos bailables regionales y, por supuesto, la coronación de la reina de la feria. Las participantes llegan con sus grandes ollas de barro para los variados sabores de la bebida protagonista del evento. Hacia las siete y media de la noche, conforman las vendedoras de atole un cuadro azul de rebozos iguales que envuelven rostros amables; podría ser la imagen de algún país asiático.

Como quise probar de muchos atoles -imposible de todos, quizás tomé de veinte-, yo pedía que me sirvieran media porción o menos, y varias de ellas no querían cobrarme; así es el pueblo mexicano.

Lo primero que le preguntaba la señora al cliente era si quería su atole en vaso (desechable) o en un tazón de barro, con forma de jícara. Por supuesto que opté por estos últimos en la minuciosa degustación que llevé a cabo. Ocho sabores eran interpretados por unas cincuenta damas indias, cada una con dos o tres ollas reposadas en el suelo sobre rodetes de tela enrollada, para guardar el equilibrio.

Empecé desde luego por los cuatro sabores salados, probando varias versiones de cada uno: atoles de habas secas con hoja de aguacate y chile jalapeño, teniendo como eje masa de maíz, como cualquier atole que se respete. Otros eran de chícharo, asimismo con hoja de aguacate, y chiles serranos. Otros más eran de garbanzo fresco (que también se vendía en vainas, cocido, en otros puestos de la plaza). Y, claro está, los atoles de grano de elote tierno, delicia que nada en un líquido verde de chile serrano y masa de maíz, primo hermano de los chilatoles de Puebla (allá les agregan trozos de mazorca de elote).

Los atoles dulces lo eran poco, más bien de moderada dulzura y exótico regusto. Los había de aguamiel, el jugo fresco del corazón de los magueyes, y el atole resultante es de color azul plúmbago. Los había de zarzamora, de exquisito sabor agridulce. Otros eran de chaqueta, designación regional para la caña de azúcar, quemada en este caso. Y algunos más eran de una fruta importada de los trópicos, la piña.

Binomio indisoluble de los atoles son los tamales y Tarecuato no es la excepción, aunque en ocasión de esta feria solo hace su aparición el que llaman tamal de harina, es decir, de harina de trigo; se trata de una especie con masa muy esponjada, de sabor casi neutro, ligeramente salado, justo para acompañar a los atoles dulces. Este tamal se cuece en hoja de mazorca de maíz, aunque es de trigo.

Otros acompañantes de los atoles de Tarecuato son las gorditas de harina de trigo, como de dos centímetros de grueso y un poco azucaradas, y asimismo unos panes del mismo cereal, parecidos al cocol, pero sin ajonjolí.

Aunque nuestro imán eran los atoles, aproveché el viaje para conocer otros platillos locales, como la atápacua de nopales: un caldillo de chiles ancho y guajillo con tortitas ¡de arroz! Y asimismo la shandúcata, una especie de aromático mole verde de res.

Como podrán apreciar desde científicos sociales hasta golosos, un viaje a Tarecuato bien vale un atole. Si pudieran participar atoles invitados, uno de guayaba de Morelos sería de los campeones.