DE HONGOS A HONGOS

 

Rumbo a Valle de Bravo, por el acceso que baja hacia ese lago desde la carretera vieja de Toluca a Zitácuaro, en tiempo de aguas venden junto al camino hongos silvestres. Como en el mercado de Tepoztlán. Los ofrecen señoras con cubetitas de plástico llenas de esas delicias, de muchas variedades revueltas. Yo solía comprar dos o tres medidas, equivalentes a otros tantos kilogramos, y preparaba comidas de varios tiempos, todos a base de hongos. Cuando iba a hacer la compra, primero platicaba con la señora para que me ilustrara sobre los nombres y características de cada uno, sobre todo para diferenciar a los venenosos. Siempre me tocaron vendedoras muy responsables y jamás tuve un susto después del banquete (y, hasta donde sé, mis invitados tampoco).

Entre las numerosas variedades de hongos silvestres que recolectaban en aquellos húmedos bosques (y también aquí en el Chichinautzin), deben mencionarse los clavitos, las yemas, los duraznillos, el robellón, el gachupín, el tejamanil, la señorita, la escobetilla, el camarón, los pípilas, las orejas y las palomas. Nunca había setas, portobello ni champiñones, pues son variedades cultivadas.

Hace unos 35 años hice un viaje a Japón y Corea del Sur con un grupo de hombres de negocios mexicanos; yo representaba a Conasupo. Entre ellos estaban Aníbal de Iturbide -promotor pionero del Caribe quintanarroense- y Luis Latapí –banquero internacional-. Con ellos y con doña Ana, esposa del primero, hice una buena amistad, no obstante la gran diferencia de edades. Varias semanas de viaje juntos nos acercaron y en cierta manera ellos me “adoptaron”. Doña Ana me encargaba mucho cuidar a su marido, pues no usaba tarjetas de crédito, sino puro efectivo que cargaba en la bolsa. Cuando ella se quedaba a descansar, ya en la noche, los tres hacíamos divertidos recorridos para caballeros; indeleble me queda el recuerdo de uno, en Honolulu.

Organizador nato de viajes como soy, allí mismo embarqué a mis distinguidos amigos en un tour de ocho horas en un pequeño avión, durante el cual visitamos en un solo día seis islas del archipiélago hawaiano, incluida una con un volcán en plena erupción, que sobrevolamos, y otra con cascadas de 700 metros de altura que caían desde rocosos acantilados verticales, directamente al mar.

De regreso en México, invitamos a cenar a los Iturbide y a don Luis Latapí, ahora ya acompañado de doña Martha, su amabilísima esposa que no había ido al viaje oriental. Primero serví una sopa de hongos varios, oscura y de sabor delicado; luego otros hongos diferentes en salsa blanca, como plato intermedio, para concluir con un filete estofado… a los hongos, por supuesto. Toda la materia prima la habíamos comprado en la ruta de Valle de Bravo.

Por su parte, doña Martha nos convidó varias veces a su casa para comer finísimos chiles en nogada, reunión familiar anual en que éramos privilegiados con su invitación. Quedó sellada una cálida amistad, que para mi fortuna alcanzó dos generaciones. Don Luis me presentó a sus hijos, a la postre apreciados amigos. Cada vez que invitábamos a Luis Jr. a comer a la casa, aceptaba gustoso diciendo: “Yo llevo mis tortas, pues quién sabe qué vas a dar de comer”.

También son dignos de señalarse los banquetes que los García Mora –Elena y Miguel- hacen en su casa de Cuernavaca, en la parte alta y boscosa donde sale el viejo camino a Chalma. Desde luego en época de lluvias, consiguen hongos silvestres y me relamo los bigotes al acordarme de las tortitas de hongos –consolidadas con huevo- en caldillo de jitomate y del pipián verde vegetariano, asimismo de hongos, que nuestra querida anfitriona prepara.

Mi amistad con Miguel García Mora data de la adolescencia. Él lleva el nombre de su padre, el famoso pianista, y heredó, además del nombre, también su sentido del humor. Alguna vez me tocó ver al maestro García Mora, en su casa, ensayando frente a un piano mudo –un mero teclado que no emitía ningún sonido-; me explicó que era para preservar el oído, pues esa disciplina lo ocupaba muchas horas diarias. Le pregunté de qué le servía tal ejercicio, ya que no percibiría algún error cometido. “¿No?”, me dijo, “¡fíjate!”, y se puso a tocar con brío, provocando apenas un leve chasquido seco con las teclas. Y de pronto observó: “¿Viste?, ¡ahí cometí un error!”. Le creí, aunque no sé por qué me acordé del maestro Santaló, de Cosmografía en la preparatoria, que cierta clase hablaba de aspectos históricos y se refería al reloj de sol, cuando un alumno guasón le preguntó: “Maestro, ¿cómo se ve un reloj de sol en la noche?”, y el sabio catalán le contestó: “¡Ahhh…, con una velita!”

Hablar de Miguel y de Luis me transporta a la península de Baja California. Diez amigos la recorrimos acampando durante una semana (como era un verano muy caliente, acampar significaba en realidad dormir a cielo abierto en las playas). A diario desayunábamos temprano, como a las seis de la mañana, un jugo de naranja recién exprimido… ¡con vodka! Bueno, en realidad eran varios los desarmadores mañaneros.

(Semejante confesión nada tiene que ver con otra anécdota sucedida en ese viaje, en Guerrero Negro. Visitamos las famosas salinas –las más grandes del mundo- en los dos VW Safari que habíamos alquilado en La Paz, mismos que devolvimos en Tijuana. Pocos días después, nos localizaron para reclamarnos que los autos se estaban desintegrando por abajo, carcomidos por la sal. Al paso del tiempo, quedaría yo fichado en la Hertz.)