VELOCIDAD MÁXIMA: 5 PASITAS POR HORA

 

 

Hacia 1970, fui el profesor más joven de la carrera de Historia en la Universidad Autónoma del Estado de México, con la materia de Arte Virreinal Mexicano. Esa responsabilidad –ya lo saben los profesores- me hizo estudiar más que cualquiera de mis alumnos, por cierto casi todos mayores que yo, pues en ese entonces dicha carrera era seguida más por maestros normalistas que por egresados de la preparatoria.

Por mitotero, instauré mi materia como una clase viva, peripatética: las tres horas semanales las programaba todas juntas, en una sola tarde. Como en la propia Toluca y sus alrededores hay numerosas iglesias y conventos coloniales, en 15 minutos o 20 nos desplazábamos del campus al sitio donde se llevaría a cabo la clase. Este método tuvo un gran éxito en las cinco generaciones de estudiantes que me tocaron.

Un maestro de Filosofía había sido guerrillero con Genaro Vázquez Rojas y le había quedado la costumbre de llevar en la bolsa un puño de camarones secos para ir comiéndolos poco a poco, con todo y cabeza y cáscara; me explicaba que son altamente nutrientes y que sólo hace falta agua para subsistir con ellos en la sierra; allá era lo que acostumbraban. Yo adopté la costumbre para las botanas domingueras.

Mi estrecha relación con los alumnos se labró en las clases, en excursiones virreinales que organizaba unos tres sábados al semestre y en otras salidas que hacía con ellos. Con los varones, en ocasiones nos íbamos después de clase a la cantina popular “La Flor de Tenancingo” que se localizaba frente a los portales del centro. Los ocho o diez amigos que compartíamos ese deleite, pedíamos licores de frutas –típicos de Tenancingo- por rondas, cada una del mismo sabor para todos. Uno de los consagrados es el mosco, de naranja, que lo hacen en cuatro graduaciones alcohólicas diferentes representadas, al más puro estilo francés, por cuatro letras: a, al, alm y alma. (Ahora recapacito en cómo han cambiado los tiempos: el afecto que prevalecía entre nosotros y el compartir esas escapadas nocturnas moderadamente etílicas nunca rompió el turrón; jamás llegamos a tutearnos).

Nuestras seis u ocho rondas de otros tantos sabores de frutas tenían dos alegrías adicionales: una, con cierto dejo melancólico, llegaba con un anciano ciego, de la mano de un niño lazarillo y en la otra un bastón, quien portaba un vetusto acordeón y ejecutaba desde Jesusita en Chihuahua hasta Ladrillo está en la Cárcel, tango éste más próximo a su espíritu sosegado. El otro motivo de alegría era gastronómico: el pequeño lazarillo iba encantado a realizar un mandado que le hacíamos: comprar unos extraordinarios tacos dorados a “El Nuevo Sol”, establecimiento que aún existe en Toluca, a diferencia de “La Flor de Tenancingo”, que desapareció hace muchos años. Este género de flautas es sui generis: hacen a mano grandes tortillas alargadas y, por si fuera poco, empalman dos, las rellenan, las enrollan y las fríen, hasta dorarse; el resultado son unos tacos de más de 30 centímetros de largo. Los tacos eran (y siguen siendo) de lengua, de picadillo, de tinga y de un par de sabores más y los disfrutábamos doblemente al compartirlos con el muy modesto músico invidente y su tierno asistente.

Aunque éramos bebedores muy correctos, no faltaron aventuras adicionales al salir de la cantina, ya avanzada la noche. En cierta ocasión nos fuimos a Calixtlahuaca, a unos 20 minutos de Toluca, donde se halla una curiosa “pirámide redonda” y visitamos el sitio arqueológico en plena oscuridad -por supuesto, con todo el respeto que se debe a nuestro patrimonio cultural-. (Sólo en otra oportunidad hice algo parecido: acampábamos en un trailer park de la ciudad de Oaxaca Silvia, Emiliano de dos años de edad y yo, cuando llegó a la puerta de la camper –de manera insólita, en semejante lugar-, un propio del delegado regional del INAH, Eduardo López Calzada, con una espléndida canasta de dulces típicos rodeando una botella de buen vino tinto. Más tarde llamé a mi amigo para agradecerle su delicioso obsequio y lo agredí con una pregunta: ¿Sería posible esa noche, que era de luna llena, visitar Monte Albán? No solo fue posible, sino que él mismo nos acompañó, con el arqueólogo encargado del sitio. A Emiliano lo cargué en la espalda, sentado en una de esas como mochilas diseñadas exprofeso para ese útil propósito. Jamás prendimos ninguna linterna, con la luna era bastante. Sobra decir que ya conocíamos muy bien Monte Albán, de manera que la tour fue más espiritual y mágica que académica).

En una visita a Tenancingo con Helene y Monique Damet, llegamos a uno de los varios expendios de licores de frutas que existen en ese pueblo, hacia las nueve de la mañana. En esos establecimientos venden botellas enteras, pero en pequeños vasitos desechables ofrecen probaditas para orientar la selección del comprador potencial; probamos una veintena de sabores y por supuesto compramos varias botellas. Ese fue el momento de pensar ya en desayunar.

Notable es en la ciudad de Puebla un sitio casi centenario muy popular; “La Pasita” es su nombre, fundada en 1916. El licor más socorrido allí es justamente la pasita, hecho de uva pasas, como era de esperarse. Hay de muchos otros sabores y destacan sus combinaciones de sugerentes denominaciones: monjita, sangre de artista, calambre, antídoto, purgatorio, charro con espuelas, fantasma y sangre de brujas, entre otros más. El lugar tiene una decoración original que incluye huesos de héroes, diversas humoradas y oportunos letreros preventivos: “Velocidad máxima: 5 pasitas por hora”.

Por supuesto, acá en Morelos tenemos los deliciosos licores de frutas de Zacualpan de Amilpas, que no le piden nada a aquellos.