La cordillera del Himalaya tiene dos puntos de vista: Nepal, desde el sur, y el Tíbet, desde el norte (hoy absorbido por China). Allá por los años setenta visité Katmandú y, muy cercano a la capital nepalesa, me sorprendió un pueblo con un templo de tres mil años de antigüedad en el centro, ¡todavía en funciones religiosas! Llevaba 30 siglos ininterrumpidos de servir para el mismo ritual (desde antes que los olmecas esculpieran las cabezas colosales en La Venta y Tres Zapotes, hasta el siglo XX).

El joven taxista que me enseñó Katmandú y sus alrededores durante varias jornadas, un día hizo una escala en su casa y me invitó, a manera de ligero refrigerio, un singular huevo estrellado. En una especie de cucharón metálico, redondo y no muy hondo, sirvió su madre un huevo y directamente al fuego allí mismo lo cocinó, para pasármelo en seguida. Con la mano izquierda detuve el mango del cucharón y con la derecha y un cubierto me lo fui comiendo.

(En rancherías oaxaqueñas, bajando hacia el Istmo de Tehuantepec, hacen huevos al comal de barro: estando limpio y bien caliente, sin aceite se cocina el huevo estrellado, sin pegarse).

En una pequeña capilla rural, allá en Nepal, presencié el sacrificio ritual de una cabra, degollándola. (Y, por cierto, entre los indios mixes de Oaxaca, asimismo fui testigo del sacrificio religioso de varios gallos y guajolotes, muertos de la misma manera. Partimos de Santa María Tlahuitoltepec hacia el cerro del Cempoaltépetl, centro orográfico de México, y la procesión incluía a varias decenas de niños y jóvenes que integraban la banda de música de viento, amén de adultos y otras personas de avanzada edad. Nos ayudaron para el ascenso unos módicos traguitos de mezcal. En la cúspide tuvimos que esperar nuestro

turno, pues había otro grupo mixe sacrificando en el altar y una familia esperando lo propio. Efectuamos nuestros sacrificios y la banda empezó a tocar música clásica, entre otras La Pequeña Serenata de Mozart. Luego comimos frugalmente y siguió la música, ya popular, comenzando el baile. Casi me desconcerté cuando el principal del pueblo me sacó a bailar, comprendiendo de inmediato que era la usanza. Al día siguiente desayunamos tamales con la carne sacrificada).

Cerca de finalizar la pasada centuria, fui al Tíbet en compañía de Silvia. Con El tercer ojo de Lobsang Rampa a flor de piel, visitamos Lassa y su memorable palacio de Potala, así como numerosos templos budistas de la misma ciudad y lugares más o menos cercanos. En todos era sobrecogedor el misticismo imperante, con sus monjes vestidos de hábitos color naranja y rezando esa especie de cánticos guturales y monocordes que enchinan la piel con su reverberación sonora casi eléctrica. Penetraba hasta la médula el olor de las veladoras a base de grasa de yac, rumiante de pelo largo característico de ese país. (En realidad, quién sabe si se les pueda llamar veladoras: eran grandes tinajas con el sebo solidificado y dentro tenían varias mechas, con la punta sobresaliente encendida). Igual olor destacaba en los restoranes populares, pues asimismo guisaban con la grasa de ese animal. Yo prefería comer en tales lugares, para conocer la verdadera cocina local, pero acabamos saturados del aroma –religioso y culinario- después de varios días.

El templo principal de Lassa (que no es el de Potala), está en el centro y lo rodea una calle en círculo donde la gente camina en un solo sentido, pues se trata de una enorme muchedumbre. Es una población evidentemente pluriétnica, lo cual se aprecia sobre todo en la indumentaria: altas y bellas mujeres enjoyadas con turquesas, con turbantes y túnicas de colores (que mucho me recordaban a nuestras

indias huicholas), personas embozadas que solo dejaban ver los ojos, hombres con capas, otros con gorros sin visera y muchas vestimentas más. Las damas del pueblo ostentaban en cada brazo numerosas y vistosas pulseras de metal con perlas y piedras. Los puestos con mercancías a los lados de la calle circular hicieron las delicias de Silvia (quien debió comprar una maleta extra solo para las chácharas que adquirió, y nunca se ha arrepentido. De lo que sí se arrepintió fue de no comprar aún más collares de turquesas a diez pesos cada uno).

El templo, pues, es aproximadamente redondo y tiene numerosas entradas, por una de las cuales pasamos. Enorme monasterio budista, tenía variados salones para el culto, otros recintos abiertos y techados, corredores, y su compleja disposición lo hacía un laberinto donde pululaba gran cantidad de monjes y fieles, pues no es museo o lugar turístico, sino un templo vivo. Mucho me llamó la atención el contraste entre la severa religión cristiana –presidida por Jesús crucificado y sangrante- con los Budas sonrientes, gordos o flacos, y sus seguidores departiendo alegres en el templo. Una familia, devota y contenta, comía y bebía dentro de ese lugar sagrado y, cuando me acerqué a observarlos, aunque traté de ser discreto, lo percibieron y me convidaron un vaso de té; también me ofrecieron un bocado de un guiso de verduras en una especie de curry.

No sin cierta dificultad, encontramos un camino de salida.

En una casa campesina de los alrededores, otra familia nos ofreció asimismo té, que aceptamos y disfrutamos. En cuanto lo terminamos, nos rellenaron las tazas. Y de nuevo sucedió lo mismo, hasta que el chofer que nos paseaba nos explicó que cuando ya no se quiere más té, se deja la taza llena, pues si se bebe la rellenan otra vez; curiosa y generosa etiqueta, no exenta de desperdicio.