Volver

 

Carlos Gardel, el legendario compositor argentino, decía en uno de sus tangos que “20 años no es nada”, pero creo que no tenía ni idea de que 20 años en el exilio equivalen a toda una vida.

Cada vez que me encuentro con un video en redes sociales que relata la experiencia de aquellos que han vivido décadas en Estados Unidos de manera ilegal y finalmente obtienen su tarjeta de residencia, la tan ansiada green card, y regresan a su pueblo tras tantos años, “con la frente marchita”, no puedo evitar que las emociones me embarguen.

Esos videos me hacen recordar el día en que recibí mi tarjeta. Era julio, hacia un calor infernal en Texas, estaba sola en casa, y mi proceso se había extendido por tanto tiempo que estaba casi olvidado en mi día a día. Con ansias, abrí los sobres, me senté en el suelo porque mis piernas, de repente, se pusieron flojitas, sin cooperar, y en ese preciso instante, un llanto casi infantil me invadió. Aquella misma tarde, empaque una maleta y al día siguiente, me tocó “volver” a mi tierra.

Solo quienes lo hemos vivido o hemos visto sufrir a alguien de nuestra familia, lo entendemos. Porque cuando te vas, vives eternamente entre la nostalgia de lo que fue y la fantasía de lo que te gustaría que siguiera ahí. Vivimos con “el alma aferrada a un dulce recuerdo…” congelado en el tiempo. Y cuando por fin vuelves, te topas de frente con la realidad, con la crueldad del tiempo, no el tiempo de las manecillas del reloj que anuncia el mediodía; hablo del tiempo bastardo que no se detiene ni espera por nadie.

“Pero el viajero que huye, tarde o temprano detiene su andar…” y solo entonces te das cuenta de que vivir lejos de tu tierra y perseguir tus sueños ha tenido un costo demasiado alto. Has dejado de pasar tiempo con los tuyos, te has perdido de fiestas de cumpleaños, de sobremesas interminables, de la comida de tu madre y de las aventuras con tus amigos. Todo aquello que recordabas ahora solo existe en tu corazón: tu calle, que antes te parecía una avenida gigantesca, de repente parece más pequeña; tu casa ya no es tu casa, el árbol que trepabas en tu infancia lo han cortado, el churrero se ha muerto llevándose consigo la receta secreta de los churros, tus amigos también se mudaron y los abrazos y los besos de la abuela se han ido para siempre. Todo ha cambiado y tú no has estado ahí.

No soy la excepción, hay millones atrapados en el limbo de la irregularidad de visados expirados, de casos de inmigración retrasados que parece que no se resolverán nunca, no hablo de retrasos de uno o dos años, hablo de décadas. Algunos inmigrantes ni siquiera tienen procesos abiertos y no ven la luz al final del túnel porque no tienen opción de regularizar su situación y solo rezan a Dios, a la virgen y a toda la corte celestial, por una amnistía o reforma migratoria que seguramente no llegará nunca porque con la inmigración masiva de la frontera sur nos ha jodido la marrana.

Y digo “nos” porque me incluyo. Porque en mi corazón jamás dejaré de ser esa chica inmigrante que sudaba frío cuando veía a una patrulla de policía aproximarse porque tenía el visado expirado. Seguiré siendo esa chica que nunca rompió las reglas, que llegó a trabajar muy duro para poder pagar su universidad y aprendió el idioma con mucho esfuerzo.

Sin duda hablar de detener los movimientos migratorios es impensable en la sociedad moderna, donde el primer mundo oprime y explota al tercer mundo. Y los políticos del tercer mundo siguen viviendo a costa de robar a su gente. La migración siempre va a suceder porque el ser humano tiene derecho a buscar seguridad, bienestar y un mejor futuro, esa que no podemos encontrar en nuestros corruptos países de origen.

Sin embargo, dentro de esos movimientos migratorios, a lo que no hay derecho es a que estas nuevas olas de inmigrantes lleguen exigiendo casa, comida y sustento sin querer mover ni un dedo. Desde la frontera sur hemos dejado de importar gente trabajadora y le hemos abierto las puertas de par en par a hijos de la extrema izquierda que quieren llegar a explotar el sistema, a vivir de los impuestos que pagamos todos y vivir del cuento en su papel de víctimas.

Han llegado no solo a destruir barrios y ciudades, exigiendo, invadiendo, robando y trapicheando en las calles; sino que han venido a destruir la reputación del latino trabajador, ese que lleva décadas picando piedra en este país para ganarse un lugar en la sociedad como ciudadanos respetables. Y ni hablar de los cientos de miles de inmigrantes de Medio Oriente, Asia y África, hombres con edad militar y convicciones ultra religiosas, algunos de ellos identificados al cruzar la frontera como terroristas de los que nadie habla. Pero eso es harina de otro costal, más preocupante aún.

No quiero un muro en el sur. Quiero una puñetera muralla, grande e impenetrable, de leyes que regularice a personas que llevan décadas trabajando de forma incansable, que nunca han vivido de ayudas federales, que hablan el idioma, que tienen hijos nacidos aquí, ciudadanos de México, de Centro y Sudamérica que aman y respetan las leyes del país que les ha dado oportunidades de trabajo y que hoy en día siguen viviendo en la oscuridad de la ilegalidad eso sí, mientras pagan religiosamente sus impuestos.

Quiero una muralla de leyes que le ayude a los delincuentes provenientes de las cárceles que los gobiernos de izquierdas han vaciado en América Latina, a “volver” a sus paraísos izquierdistas de los que no debieron haber salido nunca.

Foto: IndiStrar

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