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Encuérate

 

Hace un par de años, asistí a una reunión anual en España organizada por la empresa para la que trabajaba en ese entonces. Al llegar a mi habitación de hotel, me esperaba un kit de bienvenida con tres camisetas negras con el logo corporativo. Habíamos proporcionado nuestras tallas con anticipación, y aunque solía usar talla L, pedí una talla XXL, recordando que las tallas españolas, a veces, parecen diseñadas para modelos anoréxicas.

Cuando abrí la bolsa y saqué las camisetas, me quedé como nalga de pingüino: “helada y en el suelo”. ¡Las benditas camisetas eran diminutas! Haciendo todo tipo de contorsionismos, logré ponerme una de ellas. Me quedaba como una camisa de fuerza y me apretaba tanto en el área del pecho que pensé que, si tenía que llevarlas por tres días enteros, mis pobres tetas iban a necesitar terapia por estrés postraumático.

Obviamente, maldije a los fabricantes de las camisetas y tuve que darle unas palabras de ánimo a mi autoestima de gorda herida. Esa misma noche decidí que prefería estar cómoda usando mi propia ropa que ir más apretada que una morcilla española el resto de la semana.

Al día siguiente, mientras bajaba en el ascensor para ir a desayunar, me encontré con una compañera del equipo de Sudáfrica que llevaba puesta la camiseta proporcionada. Era una mujer alta y regordeta, y se notaba que estaba incómoda, tanto o más que yo la noche anterior cuando me probé las camisetas.

Me preguntó si no me habían dado el kit de bienvenida, y le dije que sí, pero que las camisetas eran demasiado pequeñas para mí y que mis exóticas curvas mexicanas simplemente no se ajustaban a las tallas españolas. Comentó resignada que no estaba cómoda ya que la suya le quedaba un poco ajustada y con una mueca de frustración, dijo: “Bueno, no queda de otra, hay que ponerse la camiseta”.

Quise decirle que no tenía por qué sacrificarse de esa manera, pero me contuve. Después de todo, ella no me había pedido consejo y yo no quería crear una insurrección entre las gordas de mi compañía en un país que no era el mío, así que simplemente asentí con complicidad ante su comentario y seguimos nuestro camino hacia el paraíso de los gordos, el buffet libre.

Cuando una de las chicas que organizaban el evento me vio durante el desayuno, me preguntó de forma pasivo-agresiva si había recibido el kit con las camisetas. Yo le dije que sí, mientras le daba una mordida a mi bocadillo de jamón de bellota ibérico, pero que la tela de la camisa era tan escasa que no podía usarla ni de bufanda.

La chica, mortificada porque todos “debíamos” ir con la camiseta corporativa, hizo un par de llamadas y antes de que terminara el desayuno, tenía unas camisetas con tallaje de hombre que me quedaban a la perfección.

Durante el desayuno, mis compañeros del equipo de Estados Unidos se quejaron del tamaño de las camisetas. Eran hombres grandes y acostumbrados al tallaje con esteroides americano, esa ropa les quedaba un poco ajustada para su gusto personal. Pero ninguno protestó, porque “había que ponerse la camiseta”.

Mientras los escuchaba y disfrutaba de unos deliciosos churros con chocolate muy espeso, reflexioné sobre cómo pasamos la vida usando camisetas que no se ajustan a nosotros, que nos quedan pequeñas, que nos hacen daño y, sin embargo, no decimos nada, seguimos adelante día tras día con una incomodidad permanente porque queremos encajar, porque no nos atrevemos a decir “no”, “no me queda”, “no me gusta”, “no me la pongo”, o simplemente “no quiero”.

Es fácil caer en la trampa de creer que debemos ser perfectos, ser Superwoman o Superman, y estar disponibles las 24 horas del día para todo y todos: trabajo, pareja, hijos, amigos y hasta para sacar a pasear al perro.

Y bajo esa creencia autoimpuesta, todas las mañanas nos ponemos nuestra camiseta de “héroe” o “heroína”, incluso cuando nos aprieta y nos asfixia.

Esas “camisetas mentales” nos impide ser fieles a nosotros mismos, ser auténticos, establecer límites y decir “no” cuando es necesario. Tenemos miedo a no encajar, a ser juzgados o rechazados por la gente que nos rodea.

Sin duda, aprender a decir “no” sin sentirnos culpables es un verdadero superpoder. Cuando nos colocamos en primer lugar y nos atrevemos a establecer límites, no solo estamos cuidando de nosotros mismos y de nuestra salud mental, sino que también estamos enseñando a los demás a respetarnos y a respetar nuestras necesidades. Porque en esta travesía llamada vida, nuestra responsabilidad primordial es cuidar de nosotros mismos. Esa es una “chamba” que nadie más puede hacer por nosotros. Primero vas tú, y si la camiseta te aprieta, ¡encuérate!

Imagen proporcionada por la autora