Sostuve una breve conversación con Sofía Diana, menudita señora de pelo blanco, penúltima de seis hijos de don Vicente. Acordamos reanudar la plática dos días después. Y ahí estaba ella, esperándome puntual, sentada en la guarnición, abrazando sus piernas recogidas, a la entrada de la extensa propiedad (frente a la Secundaria Benito Juárez) sede del que otrora fuera próspero conglomerado que incluía llantera, lavado, engrasado, alineación y balanceo automotriz y refaccionaria.

Me mostró fotos. Una, la fachada plateresca del convento agustino de Malinalco, Estado de México, el mágico pueblo donde nació su padre, y ahí llevó a bautizar a la mayoría de sus hijos: Beatriz, Eduardo, Juan Manuel (cuernavacenses), Vicente, Sofía Diana y Cristina (jojutlenses).

En otra, don Vicente va de copiloto en un carro cisterna de los Bomberos de Jojutla, de cuyo primer patronato estuvo a cargo.

—Esta te la regalo, es del desfile del 16 de septiembre de 1962 —me dijo de una foto en que figuran señores que dejaron honda huella en Jojutla: Vicente Abúndez, Adalberto Sámano, Vicente Pliego, doctor Assad, Nereo Altamirano y Centeno.

—Mi padre presidió la Junta de Mejoramiento Cívico y Moral, perteneció al Club de Leones, estuvo en Agua Potable. Cuando yo tenía seis años él enfermó gravemente, le dio meningitis cerebro espinal. Se metió de lleno a la Yoga, fue el primero que la trajo a Jojutla, dio clases en el Cine Robles, en El Rollo y en otro local grande donde ahora hay casas de electricistas. Los últimos 25 años de su vida dejó de comer carne —me informaba Sofía mientras manipulaba unas hojas amarillentas escritas a máquina.

—¿Qué es eso? —pregunté.

—Un escrito a máquina que mi papá fechó el 8 de mayo de 1996 —respondió.

Creo que nada mejor para recordar a don Vicente que hacerlo con sus propias palabras, esas que plasmó en seis hojas y que a continuación resumo:

Como acto de agradecimiento, respeto y amor a Dios, mi creador, que se dignó permitirme venir a esta tierra y asistir a la escuela de la vida, nacer en el seno de una familia humilde, pero moral, que con su ejemplo me facilitó llegar a esta edad, sin mayores cargos de conciencia. Gracias a todos mis benefactores.

Fue un lunes santo, 5 de abril de 1909, cuando vi por primera vez la luz del mundo, en Malinalco, Estado de México, siendo mis padres: Tiburcio Pliego Arriaga y Rita Varona Ortiz. Fui el tercero de una familia de siete hijos.

Mis abuelos paternos fueron: Vicente Pliego y Catarina Arriaga; del primero sé que nació en Tecualoya (Villa Guerrero) y que muy joven se vino a Malinalco, donde se casó con Catarina Arriaga, nacida en Calimaya, hija o nieta de Jesús Arriaga (“Chucho El Roto”).

De mi abuelo paterno sólo sé que murió a fines del Siglo pasado, en Cuernavaca, Morelos, a donde había viajado para ser atendido de alguna enfermedad. Su padre era dueño de una recua o atajo de bestias, caballos o mulas, que comerciaba de Toluca a Zihuatanejo, tardando en cada viaje hasta tres meses; (eso) propiciaba que tuviera mujeres en los lugares donde hacía escalas. En varios pueblos existen familias que llevan su apellido. Tanto él como otro hermano llegaron de España; con el tiempo se separaron, yéndose su hermano para Tabasco, donde se cambió el apellido de Pliego a Priego.

Los hermanos de mi padre fueron Julián, María de Jesús, Cecilia, Rafael, Agapita y, el último, mi padre Tiburcio. Hay una versión en el sentido de que mi padre fue hijo mi tía María de Jesús y adoptado por mi abuela.

Mis abuelos maternos fueron Lauro Varona, nacido en Palpan, Morelos y Francisca Ortiz, de Tecomatlán, Estado de México. El primero descendiente de españoles, quienes lo alejaron de la familia por haberse casado con una nativa.

Don Vicente Pliego Varona