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Simona Sánchez*

Salió abriéndose paso como mejor pudo de la cancha. Los periodistas lo rodeaban sin dejarlo avanzar. Era como una marea asfixiante, y él, como si fueran jugadores, los esquivaba. Uno, de frente, con su celular, intentó fotografiarlo. Él, sin aguantar un segundo más, lanzó su mano, luego una patada y fue empujando lo que se encontraba.
Minutos después en los principales medios, el titular era: “Maradona agrede a los aficionados tras un partido por la paz”.
Pero yo estuve ahí. Lo vi todo, y lo único en lo que pensé fue: ¡qué difícil debe ser, ser Maradona!
De fútbol sé muy poco, pero de estrellas de rock sí. Y siento que en definitiva no hay una gran diferencia. Adorados, idolatrados, despojados de sus características humanas, convocan multitudes que se movilizan ciegamente hacia ellos. Una masa guiada por la emoción, impulsada por una pasión en donde claramente no hay ningún tipo de razón. He visto los mismos comportamientos en festivales y conciertos. Artistas huyendo de la multitud o enfrentados ante ella. Llegando en carros blindados, saliendo por la puerta de atrás, cubriéndose el rostro después del show, pidiendo lugares ultra VIP para sentir que están medianamente en un espacio de normalidad.
Pero hay algo espacial que diferencia al rockstar del futbolista. Y que hace que de alguna manera, para el segundo, haya menos cosas “perdonables”.
Entre el artista y el humano hay una distancia que corresponde al espacio, la distancia que existe entre la tarima y la casa. En los futbolistas, por el contrario, esa frontera se diluye. Porque la cancha no está ubicada lejos de la casa. La cancha está en el centro del barrio, no es un escenario inusual, ni eventual. La cancha puede estar en el patio, en el parque, en el colegio, en la sala, incluso en el cuarto, en la cama. La cancha nos pertenece. El escenario no.
Tal vez por eso sucede que muchos de los juicios morales que recaen sobre los futbolistas no necesariamente recaen en los músicos. Estos últimos, entre más extravagantes y disruptivos sean, más llaman la atención y generan admiración.
Yo a ambos hace rato decidí destronarlos. Despojarlos de cualquier tipo de endiosamiento y someterlos al cuestionamiento constante. Reflexionar sobre la obra, cuestionar al artista. Analizar el gol, humanizar al jugador.
Todo sucedió desde aquel día en que, a través de varios textos, entrevistas y documentales, supe que dos de los artistas que más había admirado en mi vida habían cometido actos de misoginia. Bob Marley y John Lennon. Ambos, símbolos de paz a nivel global, golpearon mujeres en algunos momentos de su vida, no se hicieron cargo de sus hijos como debían, escribieron letras que en algunos casos promovían el machismo y en definitiva respondieron a un contexto social, temporal, cultural y una historia familiar que de ninguna manera daba como resultado ser ciudadanos ejemplares.
Pero ¡qué difícil haber sido Bob Marley o John Lennon!, ¡qué difícil haber sido Diego Armando Maradona! Ser objeto del cuestionamiento moral de una sociedad en diferentes momentos. Qué complejo resulta establecer los límites necesarios entre la intimidad y la cultura popular. Entre el anhelo de miles de personas que reclaman estereotipos que luego terminan sometiendo a aprobaciones y cancelaciones constantes.
Yo ese 10 de abril de 2015 estuve en la Cancha de Techo en Bogotá. Conocí y saludé al Diego. Me senté cerca de donde estaba. Vimos los partidos, el femenil donde jugaba su novia y luego el Partido por la Paz, un partido que simbólicamente apoyaba en ese momento las negociaciones que mantenía el gobierno colombiano con las FARC en La Habana, Cuba. Ese partido convocaba varias estrellas del futbol y la música (¿vieron? no hay coincidencia), y allí, al final, Diego Armando metió un gol de penalti.
Salí con él. Al lado de Juan Pablo Mendez (gran amigo mío que estaba grabando para Telesur De Zurda, programa que conducía El Diego al lado del periodista y narrador uruguayo Víctor Hugo Morales), con la novia de El 10 y un guardaespaldas. Salimos siguiéndolo en medio de los periodistas que no lo dejaban avanzar. Del manotazo, la patada y los empujones, atravesamos los camerinos y finalmente nos montamos en la van. Ahí, sentados, yendo hacia el centro de Bogotá, El Diego nunca dijo nada respecto a lo que acababa de suceder. Se reía. Comentaba el partido. Para él era como si no hubiese pasado nada extraño.
Claro, ese era su día a día. Su normalidad; para mí, sin embargo, nunca dejó de ser extraño. Aunque me resultaba familiar. En más de 20 años he visto de cerca muchas estrellas de la música pasando por situaciones similares. Lo curioso es que nunca han sido tildadas de violentas minutos después en los titulares. O incluso, se les ha excusado como parte del estereotipo que habitan. Como parte del show.
Al Diego siempre se le juzgó, aunque también se le perdonó. A lo largo de la vida siempre existió una especie de amnesia colectiva alrededor de sus acciones. Y cuando estas eran el foco, extrañamente lo enaltecían o se les justificaba.
Era un rockstar del balompié. De los pocos que tuvo el mundo.

  • En este extraño marco mundialista, Emiliano Becerril Silva invita a Simona Sánchez, antropóloga y periodista musical colombiana. El texto aparece en Gol sostenido, recientemente publicado por Elefanta Editorial.

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