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…escribir sobre la piel la palabra abismo,

la palabra epitafio, la palabra sacrificio

y la palabra sufrimiento

y la palabra Hacedor.

El verso libre, el amor, la ciudad, el sentido del humor y la poesía como un acto político son convicciones que Efraín Huerta cultivó desde siempre, para convertirlas en sustancia de su vida y de su obra. Un acercamiento a esta tentativa poética para jugar con fuego está en “La poesía de Efraín Huerta”, un prólogo que escribió el escritor Carlos Montemayor para la Antología poética que él mismo seleccionó y publicó hace 38 años en la Editorial Terra Nova, 1985, y que ahora aparece bajo el sello del Fondo de Cultura Económica en su Colección Popular.

Montemayor recuerda la evocación que hizo Rafael Solana en el ensayo que presenta Los hombres del alba (editorial Géminis, 1944), donde refiere que Huerta no era un poeta amargo ni triste, sino un creador que “sólo pedía la luz, pura, dura, fría. Aunque esa luz, matizada ya, deja entrar la oscuridad humana o urbana en el amor, en la nostalgia, en el canto; gran parte de la mejor obra de Efraín Huerta es la contemplación o la expresión implacable de una áspera claridad, de una intransigente luz. Justo fue advertir, por ello, que su adjetivo no busca embellecer ni encubrir el nombre al que se aplica, sino acidularlo”.

Estoy con una mano señalando la aurora

y el corazón cansado de su tímida sangre

Estoy como gritando por el frío y la pena,

Siendo nomás un leve pétalo de violeta.

La poesía de Efraín Huerta es una absoluta declaración de amor y de odio hacia los tiempos que le tocó vivir. Una declaración al margen de cuentos celestiales, como se ocupó de advertir en un artículo publicado en el diario El Nacional de septiembre de 1936: “Una verdad como un puño es que los poetas no salvaran al mundo. Nunca lo han salvado, ni jamás lo salvaran… Pero, lo esencial sería ponernos de acuerdo en un problema: ¿el mundo está perdido? Los poetas creen que sí. Y sobre lo que creen y saben los poetas es terriblemente difícil teorizar. Pero ahí están sus poemas, que aseguran que algo anda mal en el planeta; que algún engranaje está roto. Y no lo dicen simplemente porque pertenezcan a la raza embarulladora y embustera. No. Si alguna vez han sido leales los poetas es ahora”.

Los poetas, en el mejor de los casos, son testigos del tiempo que les ha tocado vivir y la esencia de su arte es lanzar un profundo grito que haga visible el amor, la tristeza, el dolor, la pasión y la conciencia de que esos asomos al mundo pueden propiciar un mejor destino:

Escribo bajo el ala del ángel más perverso:

la sombra de la lluvia y el sonreír de cobre de la niebla

me conducen, oh estatuas, hacia un aire maduro,

hacia donde se encierra la gran severidad de la belleza.

Efraín Huerta se asomó al abismo y de sus tinieblas extrajo un canto, amargo como el solo, y al mismo tiempo dador de vida. En la frontera de esa desolación comienza su devoción por la belleza y la alegría, el regocijo de darle a la poesía un sentido jubiloso de juego. Un poeta es, también, sus contradicciones. Ser testigo de la época que le ha tocado vivir encarna riesgos. A la distancia, es muy fácil ser severo con esas contradicciones, cuando la única realidad es el presente:

El poema de amor es el poema

de cada día: la sombra de una hoja

y este mirar al cielo en anhelante

perseguir una flor, una sonrisa.

“El amor es la vitalidad que congrega todas las luces contradictorias del diamante humano”, concluye Carlos Montemayor en su prólogo, pregonando el alba del alma de este poeta.