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Por Cafeólogo

Nada me gustaría menos que convertirme en un policía del buen gusto. Y alguna vez lo fui. Dedicarme a revisar los hábitos de cualquier persona, analizar si está bien esto o aquello que alguien dice o hace, considerarme juez de una cuestión de hábitos de cada quien, todo eso me parece absolutamente fuera de lugar y poco fructífero. Y alguna vez lo hice. No hay defensa o disculpa.

Ahora contemplo esos fenómenos con otros ojos, con la mirada del naturalista que observa un fenómeno tan ordinario como un atardecer o tan extraordinario como una aurora boreal. Me despiertan el interés esas formas de relacionarnos y de expresarnos, en particular en torno al café, no solo porque me dedico al tema, sino porque en cuanto al café todos somos sinceros y francos. En el café no hay la pretensión que adoptan los amantes del vino o del tequila o del whisky, y desde esa desnudez el consumidor de café dice sin tapujos, por ejemplo, que ama el café, con azúcar, o con leche, o con crema, o como sea que le guste lo dice sin pena ni gloria, porque en cuanto al café al menos, todos somos sinceros.

Ponerle azúcar al café no es virtud ni es pecado, al menos a los ojos de los cafeteros. Ahora bien, sospecho que la mayoría de los consumidores, frente a la opción del azúcar, tienen en frente dos posibles experiencias en su taza: o bien el disfrutar de un amargo sabor a tostado, o bien suavizarlos con la miel de la sacarosa en dos cucharaditas de azúcar. Frente a las dos opciones comparto mi personal punto de vista, o más claramente, mi preferencia de consumo: no me gusta ni lo uno ni lo otro. No disfruto el sabor amargo, acre, áspero y que deja un regusto seco y terroso. Tampoco me gusta el sabor intenso y acentuado, embelesante y fastidioso, de una buena dosis de azúcar y más aún cuando su presencia es para maquillar lo otro, lo amargo. No me gusta ni una ni otra cosa.

¿Y entonces que me gusta? Si no es lo duro y de fuerte carácter de una taza de café amargo, ni tampoco lo embelesante y casi sintético de una buena cucharada de azúcar. ¿Qué espero entonces de una buena taza de café, qué me place, qué me vuela? Lo que a mí me gusta es el dulzor natural de una taza de café que ha sido preparada con semillas que provienen de frutas maduras, frutas cosechadas en su máximo punto de acumulación de nutrientes, entre ellos azúcares y carbohidratos, frutas que luego de ser esmeradamente lavadas pasan por un proceso de fermentación que engrandece y crea nuevos compuestos de sabor y que en su punto óptimo contribuyen a las notas de caramelización y crean notas de frutalidad en las semillas, mismas que luego son esmeradamente secadas antes de llegar a la etapa de un muy higiénico y hermético almacenamiento, que mantendrá la materia prima óptima hasta que llegue el momento de la verdad y de la transformación, el momento del tueste, donde será mejor aquel que no se nota, que no se siente, que traduce sin traicionar ni desvirtuar todos esos sabores y aromas de la genética, del terroir y del bien hacer del caficultor, porque con ese café tostado habré de prepararme una taza limpia, sedosa, con notas de caramelización y frutalidad, sin restos de sabores amargos ásperos, sin necesidad de sacarosa adicional, y entonces disfrutaré el dulzor natural de mi taza de café.

¿Azúcar al café? El bueno no la necesita y el malo no la merece.