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Un presente del ayer

Raúl Silva de la Mora

“Todo lo que existe,

todo lo que se ha ido,

todo lo que está por venir

y todo lo que prevalece bajo el sol

está en armonía,

pero al sol lo eclipsa la luna”

Yo acababa de cumplir 15 años cuando Pink Floyd lanzó en Estados Unidos The dark side of the moon, el primero de marzo de 1973, hace 50 años. Toda una vida, diría la abuela que no tuve. Pero más allá de la suma de años, que siempre son pocos o muchos, según desde la orilla en que se vea, sobrevive la evocación de una época. La música es una verdadera máquina del tiempo y a través de ella todos los sentidos se explayan, con esa misteriosa manera que ella tiene para querer atrapar lo ya inasible. Pero eso inasible contiene exploraciones que insólitamente sobreviven y son los cimientos de nuestro ser.

No recuerdo cuando escuché por primera vez a Pink Floyd, pero estoy seguro de que instantáneamente sus sonidos me volaron la cabeza, como el lugar común lo propone, aunque más bien tendría que decir: me alucinaron. Si mal no recuerdo fue el disco doble Umagumma el que me introdujo en ese cosmos sicodélico, que venturosamente se conectó con mis exploraciones literarias. El sentimiento de lo fantástico de Julio Cortázar y los delirios futurísticos del entonces líder de Pink Floyd, Syd Barret, en “Astronomy Domine” (Señor de los astros), contribuyeron para embarcarme en un viaje sin retorno.

Lo que sí recuerdo es como llegó a mis manos The dark side of the moon, y esa historia me es entrañable. Fue en el año 1974 y en aquel entonces, mi madre se dedicaba a viajar constantemente a la frontera con Estados Unidos. Su negocio era la fayuca y en Mac Allen, El Paso, Laredo y Brownsville se surtía. En uno de esos viajes, su bondadoso espíritu visionario respondió a mi humilde solicitud: “me compras un disco de Pink Floyd”. Seguramente me respondió que qué chingados era eso, lo cual de ninguna manera fue obstáculo para prometerme que lo traería. Ya me imagino el cuidado que debió tener para que ese cósmico acetato llegara a mí sano y salvo. Era un viaje en autobús que duraba más de 15 horas y 800 kilómetros.

Cuando mi madre llegó a casa, su sonrisa lo dijo todo. Lo demás fue el principio de una odisea. La imagen del prisma en la portada me conectó con un sin fin de pensamientos. Recordé mis clases de física en la secundaria, Issac Newton y los arcoiris que surcaban el horizonte bajo el volcán. Al abrir el celofán, un olor a disco nuevo brotó como si fuera incienso para este ritual. Durante unos minutos, no demasiados porque el ansia de escucharlo latía en mi ser, me quedé viendo el interior del album con las letras de las canciones. Sus títulos eran ya en sí provocaciones para la imaginación: “Speak to me”, “Breathe (in the air)”, “Eclipse”.

Pero todavía debí aguardar a que mis hermanas desocuparan el único tocadiscos que teníamos en casa, un Garrard modelo consola que daba toques (algo que podría ser metafórico, tratándose del rock clásico que estaba a punto de escuchar). Cuando finalmente logré hallar el momento para mi ceremonia, el palpitar de un corazón en la primera pieza y luego un grito reproduciéndose como en una oleada que tiene en la pintura de Edward Munch un símil poderoso, incendió mis adentros. No era fácil concentrarse en un entorno familiar donde todo estaba amontonado. Sin embargo, el poder de la música es capaz de llevarnos por abstracciones inauditas, y logré habitar El lado oscuro de la luna.

Hace poco vi un pequeño documental donde los integrantes de Pink Floyd recuerdan los días en que parieron The dark side of the moon. En su memoria, prevalece el gozo que les hizo llegar a ese momento de plenitud, que les hizo abrir puertas de la percepción. Escuchar su júbilo y saber el nivel al que llegaron con los reclamos ególatras que provocaron su separación, invoca una de esas inmensas carcajadas con el que el Demiurgo nos recuerda las debilidades humanas. Pero más allá de esa contradicción prevalece el lado luminoso de The dark side of the moon.

Interior de The dark side of the moon

The dark side of the moon, covr