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En la anterior columna de opinión (del 17 de octubre) escribía sobre la figura del doppelgänger y su carácter terrorífico, cuando vemos en ese doble una identificación negativa; aquella que nos muestra quizás algo siniestro.

Este tema del doble fue apareciendo en el transcurso de los siguientes días en ciertos textos y películas, pero ahora se mostró como el opuesto del ominoso doppelgänger. Aunque no fue fácil establecer la conexión puesto que hubo que hacer un “doble” esfuerzo para entender cuál era el lado opuesto del carácter siniestro de un doble. Finalmente se mostró como una especie de acto de consciencia.

Me explico: si partimos de que experimentamos una cuestión tenebrosa, o por lo menos sorpresiva cuando la mirada se posa hacia afuera; hacia ese algo externo que asumimos idéntico a nosotras/os mismas/os, la conexión se sostiene entre algo que está precisamente afuera y que de alguna manera encuentra cabida en un aspecto muy íntimo de nosotras/os. Ahí se aloja el terror, en ese otro ente que tiene una independencia, una vida o animación que escapan radicalmente a nuestro control. Somos nosotras/os fuera de nosotras/os.

Pero, ¿qué sucede si el efecto es hacia el interior?, ¿es posible? Diversas tradiciones espirituales indican que sí, y que ese doble es precisamente un acto de la consciencia. Y que, a diferencia del doble externo, la búsqueda milenaria del doble de la interioridad es de carácter, si no bondadoso, sí conductor hacia un estado de paz. Sin embarcarnos en disquisiciones mayormente abstractas o intrincadas, para entender cómo se genera ese doble en nuestra interioridad hay que hacer un ejercicio accesible pero no por ello más sencillo.

Primero hay que tener en cuenta el enorme ruido mental que la especie humana posee. La colosal cantidad de pensamientos que pasan como un torrente y que contienen una alta dosis de pasado o de futuro; sobre el pasado, cuestiones que son imposibles de cambiar y, sobre el futuro, cosas que ni siquiera han sucedido o sucederán tal como las imaginamos. De modo que en este trajín mental nuestra consciencia se pierde. Se vive en el día a día gracias a la otra ancla que es el tiempo, pero muy pocas veces nos detenemos a dejar de pensar. Lo que sugieren estas filosofías, orientales en su mayoría, es que el ser se apropia de nuestra condición en el momento en que detenemos ese ruido. Una de las vías para hacerlo es involucrar a un doble: precisamente a una especie de observador, quien se encargará de eso, de observar aquello que estamos pensando.

El efecto es inmediato. Si por un momento nos vemos inmersos en la acostumbrada oleada de pensamientos, basta con que nosotras/os mismas/os hagamos un esfuerzo para ver, como si saliéramos de nuestro interior, a ese ser pensante. Observar la naturaleza de esos pensamientos. Únicamente observarlos sin emitir juicio alguno. Sin culpa, sin miedo, mucho menos terror. Lo que sucedería sería una especie de disolución de los pensamientos y una vivencia totalizadora en el presente. La cual a su vez implicaría sumergirse en un estado de paz. El doble interno que en este caso sería el observador, sería uno que conduciría a un estado elevado de consciencia.

El problema, desde luego, sobresale cuando pensamos ya no solo en el cúmulo de ideas o pensamientos que pasan a diario por nuestra mente. Sino a la creciente y apabullante cultura de las pantallas y dispositivos de internet a que estamos expuestos por diversos motivos, desde lo laboral hasta el tiempo de ocio, que impiden la presencia del observador interno. La atención resultaría un elemento importante a considerar, pero esta se encuentra la mayor parte del tiempo cooptada por los medios digitales y, claro, por nuestro torrente de pensamientos. Así, en estas condiciones, ¿cómo pedir que no sea más probable que aparezca el doble ominoso en lugar del observador consciente?

Alicia Valentina Tolentino Sanjuan / El Colegio de Morelos / Red Mexicana de Mujeres Filósofas

Pintura de Sebastián Bieniek