loader image

 

Recuerdo a Andrea anhelando palabras y con la palabra haciendo nido. La conocí virtualmente durante la pandemia. Le daba clases. Leí cada uno de sus textos con interés por ese fervor valiente con que contaba lo indecible para muchas con esposo e hijos, muchas antes muertas que confesarse. Respeto la libertad en acción, la congruencia con los motores del deseo, la luz en los ojos cuando se habla de libros, la llamarada de la biblioteca que nos precede, tal vez una mandorla en cada lector como lámpara con la cual seguir leyendo el mundo en la penumbra.

Andrea poseía esas cualidades y por eso buscó siempre la manera de publicar su obra como fuera, donde fuera, sin la ambición tan hipócrita como miedica que se disfraza de discreción o resignación porque “ya nadie lee”, “el escritor es un muerto de hambre”. Tal ignorancia desde el odio por la luz con que algunos seres están el mundo honrando lo que el viaje psicoanalítico nos enseña: saber escuchar con atención el latido de nuestra brújula, no cabían en la mente de Andrea.

Perspicaz, descubrió que la entendía y agradecí la invitación a presentar uno de sus últimos libros donde coreamos la letra de la resistencia italiana. Me arrepiento, sí, de no haberle dicho que la admiraba por convertirse en Madame Andreyeva, por desobedecer el mandato de un único ser o vivir. Transformada en protagonista de su propia imaginación, nos legaba una resistencia que hoy comprendo, sobre la que reflexiono a pocas semanas de su muerte porque el atrevimiento de Andreyeva iba más lejos de ser cualquier “locura”, era una contraofensiva de cara a las estrategias del borrado de mujeres.

Me refiero al kit de negación de nuestro ser que opera haciéndonos dudar de nosotras mismas, logrando que nos comparemos con las consagradas que no podremos alcanzar por ser anómalas, esas agujas en pajares que tanto le convienen al patriarcado. También buscan nuestra rendición o nuestro desvalimiento aprendido mediante gaslighting, constante mansplaining, burlas, minimización de nuestros logros, crítica incesante y otras violencias como el tratamiento de silencio, el desprecio premeditado, la ventaja machista, el abuso ante nuestras llagas de orfandad, de necesidad de agrado, de buenismo impuesto por la misma sociedad que a ellos les concede privilegios empezando por el permiso de sobajar, golpear o matar a cualquiera para sentirse “hombres”.

Andrea tomaba una gabardina, gorra bolchevique con estrella no de alumna que saca diez en todo, sino de combatiente, y le apuntaba al público en su performance con pistola de mentiras porque son verdad los ataques a nuestro deseo y derecho a expresarnos, a hacernos ver rompiendo el silencio que tanto conforta a los misóginos o sus cómplices que no soportan, bajo ninguna circunstancia, que una mujer escriba versos, novelas, cuentos, ensayos, que piense y sienta por sí misma, sin deberle nada a nadie. La catástrofe es mayor cuando esa mujer tiene dinero, éxito, viajes, cuando es bella y además generosa, por eso hay que aniquilarla. “No tienen miedo porque no tenemos miedo”, canta Liliana Felipe. Agrego que nos tienen miedo porque podemos desenmascararlos, decirle al universo lo que son y arruinarles la fiesta para siempre.

El recuerdo de Madame Andreyeva se muda a nuestras casas insumisas con esa intención, a nuestro talento indestructible y, sobre todo, a nuestra fe en lo que soñamos, aunque en los talleres de literatura digan que tu obra es mala, no debe publicarse, pues no obedece a los criterios de calidad hegemónica con que se suelen herir las ilusiones o detener los proyectos. Releo estas últimas líneas y sonrío, con Andrea no lo lograron porque vivió brillando en un tiempo y un lugar donde la arropaban feministas de alto calibre. Aquí sí hablarán de nosotras cuando hayamos muerto. Perderán siempre las voces “doctas” decididas a callarnos. Bella ciao, abusadores.

*Escritora