Hoy estamos a 26 de Enero, siento poco a poco cómo voy afirmando los pasos, sobre lo que quedó de tierra fértil después de las celebraciones.

El año nuevo lo pasé en Los Ángeles en un pueblo pequeño llamado Temécula que proviene de la palabra indígena temecunga que significa: Lugar del Sol. Es un pueblito chiquito al más estilo western, y que es reconocido por sus viñedos y por sus uvas chardonnay. Todo parecía de película, las casas viejas del oeste americano atisbadas de madera, el crujido de sus pisos reclamándote el tiempo, el olor a viejo, y la gente abusando de la mezclilla como auténticos cowboys (mea culpa). Ahí estábamos M. y yo, en compañía de dos amigos que nos hicieron la invitación, de otra manera ¿cómo habríamos de llegar hasta ahí? Un pueblo en California olvidado por el tiempo.

El año nuevo se nos pasó desapercibido entre copas de vino y risas metidos en el jacuzzi del airbnb, mientras del otro lado del mundo el reclamo de una nueva era iniciaba, sin que lo pudiéramos escuchar, nos dio el otro día, que resultaba también ser; el otro año. Yo hasta hace unos días me percaté de ello, pues de esos días en Estados Unidos, la inercia trajo otros más de paseo y fiesta, hasta que la marea del júbilo bajó, y dejó a la orilla las olas de la cotidianidad, y el sombrío tiempo en casa, el blue monday, y el ¿Qué será de este año? Esas preguntas que una prefiere aplazar, nadie quiere preocuparse por el futuro en medio de la fiesta, sin embargo llega, y hay que atenderlo con conciencia médica, mirarlo a los ojos.

El año pasado llené mi agenda de trabajo, pasé muy poco tiempo en México, lo que me importaba, o más bien me“preocupaba” era el trabajo y la estabilidad económica. En ese año me sentí capaz de nuevas habilidades como tocar el piano, escribir para big band, o dirigir a una orquesta, destrezas que no me conocía, y eso despertó dentro de mí y a voz bajita, un profundo interés por aprender nuevas habilidades, y por sentir que la vida me quedaba chica y aún había mucho por conocer, sentí paz, y (como diría Ana Aibol) también una confianza salvaje, esa que nadie te regala, y que sólo se obtiene con la expansión de tus capacidades.

Este año, por primera vez en muchos años, (quizá desde antes del Covid), no tengo prisa por el futuro, hubo una frase que llegó hondo: no quiero alimentar la idea de mirar al futuro para motivar el presente. Romper con el hechizo y el mensaje de que la sociedad y su grandilocuencia no deja de repetirte; Lo que tienes no es suficiente, si acaso necesitas experimentar más, buscar otra pareja, llenarte los ojos de dopamina.

Toda esa farsa, que no hace otra cosa que reducir tu pasado, y con ello los logros que has hecho. Esa mirada hacia el futuro prometido, que evita celebrar tu pasado, honrar tus cicatrices, tus esfuerzos y tu camino, porque en el reverso de tu lista por cosas a hacer este nuevo año, hay una página llena de cosas que ya has logrado, y ellas son igual de importantes y tu mayor legado, descansar sobre ellas por un momento y tirar hilo hasta crear un manto con el cual navegar en alta mar.

Me recuerdo de ello ahora mismo que escucho 1958 de Blick Bassy, un disco que recuerda en lengua bassa la historia de Nyobé, líder anticolonialista que se dirigió al mundo desde Naciones Unidas reclamando la independencia de Camerún (una de las más sangrientas de África), y que fue asesinado por las fuerzas militares francesas en 1958. Este álbum es un llamado a la juventud camerunesa y a cómo se han olvidado de la historia y se han dejado seducir por las falsas promesas de Occidente. Te lo recomiendo profundamente.

Por mi cuenta, este año intentaré tener una conversación con el “universo” o “dios” cómo lo quieran llamar, saldré a navegar otros caminos, a dejar que me cobije el manto de mi intención, curiosidad, y mi pasado. Como dice el poema de Emily Dickinson: El Paraíso no me simpatiza / Porque allí siempre es domingo / Y el receso nunca llega.