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No bajarse del ring

Andrés Uribe Carvajal

Dame unos quince minutos, ya te llevo, no tardo. Me tomo una ducha y listo.

Salgo volando, enciendo el coche mi padre sube y empezamos el trayecto hacia la Universidad, no está a más de 15 minutos desde casa. Lo dejo con un beso en la mejilla, al cerrar la puerta le digo suerte pa, gracias hijo. Y se esfuma entre un cúmulo de estudiantes, personal de aseo y administrativos hasta que lo pierdo de vista. Se va dar clases, desde hace 25 años que trabaja ahí, sepan cuantos buenos días ha dicho en esos años a los policías de la entrada, pero todavía lo hace con calidez y cariño. Hasta en eso es grande mi viejo. En los gestos inútiles que nos dicen qué tipo de personas somos.

Es una Universidad bonita, rodeada de jardines y terrazas, muy en el estilo “Cuernavaca” que no es otra cosa que una vieja casona que el destino hizo de campus estudiantil, como a veces también de ellas nacen hospitales, centros culturales y restaurantes. Tenía rato que no venía por acá, hace unos años atrás todo era diferente, estudiaba en la preparatoria que tan sólo queda unos 400 metros adelante, en ese entonces él era quién me decía, dame quince minutos, yo te llevo, me dejaba con un beso en la mejilla y un suerte hijo, y yo le contestaba gracias pa. Así la vida nos enseña que siempre hemos de devolver el favor.

Si hay algo que le debo a esos años ridículos de preparatoria o a alguien, esa persona se llama Emilia. La profesora Emilia nos ensañaba literatura en segundo de preparatoria, hacia un enorme esfuerzo para que alguno de los granujas de mis compañeros o yo, se interesaran aunque fuera un poco por intentar hilvanar más de dos palabras de golpe.

A mi siempre me pareció amable y buena, pero en ese entonces yo también era terrible, no sé como en esos años uno llega a ser tan tonto, en aras de encajar con los populares. Cabe decir que era una escuela de paga, que estaba llena de tiranos, y que sólo porque sus papás pagaban la matrícula algunos sentían el derecho a denostar a los profesores.

La maestra Emilia entraba al salón con un bonche de libros que apenas podía sostener y nos daba uno a cada uno, nos pedía que hiciéramos un pequeño ensayo. La mayor parte de la veces, hacíamos lo mínimo, o buscabas un resumen y listo. Ella sabía en el fondo que sólo nos estábamos engañando, pero aún así nunca se rindió, a la otra clase regresaba con lo mismo. Yo siempre he sentido respeto por la gente que da el corazón en algo, derrota tras derrota, que no baja la guardia. Es como una batalla de box, cuando sabes que tienes las de perder después de una tremenda golpiza y aún así te levantas para al siguiente asalto, y te plantas derecho, sabiendo que probablemente recibirás otra apaleada. Creo que hay orgullo en ese gesto, en levantarse al siguiente asalto. En el fondo de la arena habrá alguien que siempre alentará eso, porque lo más fácil es levantarse ganando, lo verdaderamente difícil es levantarse con dolor y el párpado cortado, por eso nos conectamos con tal actitud, porque la vida ha menudo nos golpea y nos queda más que pararnos erguidos, esperando el siguiente asalto.

Un día se sentó al lado de mi butaca, y me pidió que leyera con ella, nada más los dos, mientras del otro lado el salón ardía en una jungla de estudiantes descontrolados, parecía que ya no le importaba salvar a todos, iría uno a uno, me lió un poco que se quedara a solas conmigo. Puso sobre mis manos a medida forzada el Ramayana, que narraba las aventuras del Príncipe Râma, séptima encarnación de Vishnu. Leímos unos 20 páginas juntos, mientras ella complementaba con comentarios, en ese momento algún engranaje en mí dio vuelta. Ese día la maestra Emilia me enseñó a leer, no me refiero al gesto de descifrar palabras sino a comprenderlas como un conjunto de una idea determinada. Creo que me vio entusiasmado, me dijo: llévatelo me lo das la siguiente clase. A la siguiente clase lo primero que hizo fue buscarme, me comentó que ella también había leído una copia que tenía y discutimos un poco el libro, más como dos amigos. Tiempo después lo terminé y me dio otro libro más, y así leíamos un poco juntos, inclusive algunos recreos lo pasé con ella platicando.

Siempre he querido buscarla y agradecerle en persona, decirle que su lucha en el ring, no fue en vano, que al menos a mí me había salvado. Agradecerle por pasar esa tarde conmigo, y hablar con ella de todos los libros que dejó sembrados en mí.

Quizá hasta le dé gusto saber que escribo aquí en La Jornada. En el fondo sería una manera de pagarle el favor y de dedicarle con cariño estas palabras: Maestra Emilia, nunca la olvidaré. Gracias por sentarse conmigo ese día, gracias por no bajar del ring.