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No bailé rocanrol. No fui de joven a Tepoztlán a drogarme ni soñé con almorzar desnuda, perdida, en algún desierto. Se aprende rápido a desconfiar de la cultura y todo aquello que la contravenga: cultura al fin, barbarie disfrazada. Los libros de José Agustín no me hechizaron. No escribió para mis búsquedas y siguiendo a Borges, creyendo que la literatura es una forma de felicidad, no terminé De perfil. De hecho, esquivé cursos o programas literarios que incluyeran a ese autor. El remake de la Generación Beat en Latinoamérica me produjo desconfianza, no el movimiento infrarrealista. Sí les creí a Mario Santiago PapasquiaroJosé Vicente AnayaRubén MedinaRamón Méndez EstradaJosé Rosas RibeyroClaudia KerikDarío Galicia. Leí toda la obra de Roberto Bolaño. Mi tesis de maestría en literatura es sobre Los perros románticos.

Ahora que el autor de La miel derramada ha muerto me pregunto seriamente por qué debo un análisis de su obra. Confieso que avancé muchas páginas de La tumba, pero no recuerdo nada más allá de un atinado juego con el lenguaje, una indagación de la forma como otra manera de estar en el mundo, alternativa, por supuesto, que José Agustín defendió con bases, eso si me consta. Lo contaré.

Biblioteca de Jojutla, Morelos, hace unos 25 años. Alguien invitó un viernes por la tarde al narrador de La Onda para dar una charla sobre literatura en ese cubo de concreto caliente, con mesas y sillas viejas, las mismas en las que me senté, cuando iba a la secundaria, a hacer la tarea. El alcalde en turno que presentó al escritor no sabía leer de corrido. Acomodada en primera fila, crucé con José Agustín una mirada llena de compasión y vergüenza, una mirada que correspondió. Cuando le dieron el micrófono impartió una cátedra de historia de la literatura contemporánea de dos horas. En una agenda anoté título tras título, nombre tras nombre, ninguno se podía encontrar en esa biblioteca. Que si Lucien Carr, Allen Ginsberg, William Burroughs y Jack Kerouac que si quiero escribir, pero me sale espuma, que si Octavio Paz y su mafia, etc.

Serio, seguro, esperándose a que terminara de escribir un apellido, dictando como profesor universitario y sirviéndose agua tibia en un vaso sucio, lo observaba sin poder creer que alguien con sus credenciales, con un lugar ganado en la escena literaria de México, un escritor a quien citaban y le rendirían homenaje una vez muerto, tuviera la generosidad de ir a una biblioteca perdida en la selva caducifolia, de ser paciente con las quince o veinte personas que lo escuchaban y el alcalde que nunca había leído un libro completo. Me sentía al interior de una escena de Vargas Llosa o en un decorado tristísimo de Onetti. Autores que he enseñado, no a José Agustín por más que se hizo morelense por adopción, reacio a dejar Cuautla, dispuesto a compartir con la comunidad, a dejarse ver no sólo en las capitales, en los cocteles de gobierno servidos en palacios donde el clasismo de siempre expulsa a los artistas nada rastreros.

José Agustín lo tenía claro, no sólo la vida está en otra parte como dijo Kundera, sino el oficio de la escritura comprometido con la palabra donde se esté, con quien se converse. Me habría gustado hablar más con él, pero fui alumna de Gerardo de la Torre, uno de sus grandes compinches, así que suplí un poco esa carencia sabiendo de José Agustín de tercera mano, tratando de terminar sus libros, de comprender a la generación que él puso en los mapas, jóvenes hartos de resistir a la inclemente globalización que les pisó los talones y que ellos se negaron a vivir rindiéndose sin critica al consumo sintético de cualquier sustancia o cualquier idea, pues todo lo sólido ya se había disuelto en el aire y el arte en estado gaseoso no era una caballo de humo que compraran.

Me levanto y voy al librero donde algún libro de José Agustín me espera. No hay fecha que no se cumpla…