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Miguel A. Izquierdo S.

¿A qué edades enseñar a leer y escribir? ¿A qué edades acercar las artes y las actividades artísticas a las infancias? Estas dos preguntas, en especial la segunda, me la vuelvo a plantear en calidad de duda fundamentada, casi cada mes. Por lo regular me contesto que entre más temprano, mejor. La primera pregunta suele debatirse continuamente entre diseñadores curriculares y teóricos del desarrollo infantil, en especial cuando se tienen que definir contenidos educativos para Educación Inicial, Preescolar, y Primaria. Es casi generalizado en ámbitos de políticas educativas dejar la enseñanza y el aprendizaje de la lectoescritura para la escuela Primaria, permitiendo sí, experiencias en los niveles anteriores, que preparan a las infancias para esos grandes logros de aprender a leer y escribir.

Pese a tales políticas, es mi convencimiento y una gran lección de quienes se dedican a las infancias, que en los ámbitos doméstico, comunitario y escolar, debemos crear y recrear actividades para familiarizar a las infancias con la lectura, la escritura, y las variadas formas en que tienen lugar y se expresan, desde muy temprano. Ver hacer algo a los adultos, antoja hacer a las infancias, con y sin invitación expresa a que hagan lo que uno. Hay quien llama a esto actuar “por imitación”, creo que hay razones y motivos más profundos que un acto meramente imitativo, de juego, tras el actuar de infantes: si ven gestos de que el adulto hace algo especial (amorosamente, con pasión, con entusiasmo, luchando), aún sin saber nombrar aquella sensación o experiencia, muy probablemente querrán vivir aquello, sentirlo, probarlo.

En general, los adultos tenemos serias dificultades para comunicarnos con las infancias, les exigimos que hablen y se comporten como nosotros, sin saber gran cosa sobre sus recursos intelectivos, para aprehender, aprender, actuar en el mundo. Por eso continuamente decimos que “no están listos” para tal o cual tarea, sea la lectura, la escritura, o practicar un arte. Tengo varios años subiendo videos mostrando sorprendentemente a niñas y niños muy pequeños, tocando algún instrumento, con suma destreza, ensimismados en la acción, cual un joven o adulto. De ahí que insista en poner a prueba, dudando seriamente, de los límites que les ponemos.

Eso hice el domingo pasado: toqué con cierta torpeza “Las mañanitas” con una pequeña armónica, ante mi sobrina Mila, quien de inmediato quiso ser parte, tocarla, sentirla…aprender, sí, a sus tres años. Hizo sus intentos, se descubría a sí misma, admirada del resultado de sus soplidos. Esa misma noche, junto a su monito preferido de peluche, durmió teniendo ahí junto a su armónica. Era una nueva experiencia que por lo visto, le acompañará cierto tiempo. ¿Poco? No sabemos, pero les invito a revisar el video en que el apreciado maestro y compositor Eduardo Ibarra, excelente jazzista, relata el milagro de descubrir a los 5 o 6 años, siendo invidente, una guitarra sin saber lo que era. Dice: “ahí definí que yo iba a ser músico”, cuando escuchó a su tío tocarla.

Ayer, al encontrarme con una querida colega, Nashelly Ocampo, me platicó gustosa que se puso a leer uno de mis cuentitos, Tlacuatzin, a sus sobrinos de 3, 5 y 9 años (sobre un tlacuache que decidió ser baterista). Comenta que, contra lo que suele esperarse, el pequeño de 3 años puso atención a lo largo de toda la lectura, eso fue, unos veinte minutos. Es un cuento que yo había diseñado pensando en infantes de Primaria. ¿Me equivoqué? ¿Subestimé a los de preescolar e inicial para atender este cuento? Sin duda, así fue. Eso me refuerza la idea de que así sea ese peque la excepción, un cuento puede apelar el interés y gusto, de una pequeña criatura, y más, cuando se lee en colectivo, con entusiasmo, con interés genuino, que atrapa al escucha, al lector, y no sólo a “la población a la que van dirigidos los cuentos”, como piden en las convocatorias oficiales y no oficiales, para poner a concurso cuentos infantiles.