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Gustavo Yitzaack Garibay L.

En México el servicio público es una de las actividades laborales más desprestigiadas. Hay razones suficientes para que así sea: el desconocimiento, la incompetencia, la improvisación y la prepotencia por parte de las llamadas autoridades han sido la constante. La cultura no es ajena a ese drama nacional que conlleva la dinámica de los tres órdenes de gobierno: municipal, estatal y federal. Su desdén y negligencia por los asuntos públicos, así como el maltrato a la ciudadanía, retratan el mundo de la función pública: casi siempre mediocre y pusilánime.

Todes hemos sido testigos de cómo los puestos son asignados como premio a la zalamería y al acompañamiento que personajes de dudoso liderazgo, sin talento ni capacidad, han dado para ampararse al poder de reyes y reinas que se regocijan de su propia desnudez. Hay que repetirlo, “el primer acto de corrupción es aceptar un puesto, un cargo, un encargo -AMLO, dixit- para el que no se tienen las competencias necesarias”.

A la falta de profesionalización y conocimiento, inteligencia y creatividad, sobre el despacho de la cosa pública para la que haya sido diseñada la institución que usted prefiera (museo, casa de cultura, centro de convenciones, teatro, foro, o las propias instancias culturales rectoras, secretaría, instituto, consejo o dirección), hay que sumar la holgazanería. La ley del menor esfuerzo refleja la falta de compromiso social y profesional de quienes ostentan, pero no detentan cargos ni mucho menos devengan salarios, algunos altísimos y otros miserablemente indignos (pero ahí están, “mamando la chichi del gobierno”, “porque vivir fuera del presupuesto es un error”).

De vieja estructura colonial, nuestro país lleva en su sangre el legado de las burocracias más rancias y sofisticadas del mundo, por específica y robusta hasta la neurosis en la atención de la compleja administración de la vida pública. Se lo debemos a Felipe II, pero también a la manera en que se modeló México como moderno estado nacional, uno de los más antiguos de América.

De la Revolución Mexicana al régimen de partido único, a las variables estructurales, culturales, endémicas y sistémicas, que ni la 4T ha logrado erradicar desde su narrativa contra la corrupción, se suma la falta de presupuesto; sí, porque cualquier esfuerzo por loable que sea, se miniaturiza ante las apremiantes necesidades de la desigualdad y el centralismo cultural al que se enfrentan comunidades y agentes culturales.

Es innegable la distancia perniciosa entre el servicio público y la ciudadanía. ¿Cuántas veces la persona titular de cultura en su municipio o en el Estado le ha recibido personalmente para conocerle y dar respuesta a sus peticiones o, lo peor, propuestas de cooperación y coadyuvancia? ¿Recuerda a esos funcionarios que amablemente le dieron su teléfono y con él su desdén para jamás contestarle?

He sabido de casos en los que colectivos, agrupaciones y artistas se han pasado administraciones enteras con proyectos y carpetas bajo el brazo sin que los titulares de cultura les hayan atendido. ¿En cuántas ocasiones hemos sido ignorados, prorrogados y no atendidos por quienes en su calidad de subordinados son responsables de la administración en sus vertientes de fomento, difusión y desarrollo o de gestión y conservación del patrimonio cultural material o inmaterial? Son tan importantes que nada ni nadie les parece más importante que sus desplantes. ¿Cómo es posible que conozcamos más de la agenda pública del presidente de la República que de la presencia del servicio cultural en comunidades de los municipios? ¿Más allá de Facebook, cuál es el espacio de difusión por excelencia de la Secretaría de Turismo y Cultura o de las direcciones de cultura de los ayuntamientos?

Al abandono de la infraestructura cultural, estatal y municipal, por falta de mantenimiento y acrecentamiento, se suma una gestión deficiente. Por ejemplo, los museos estatales, afectados por el sismo de 2017, y por los impactos de la pandemia, permanecen sin una programación efectiva, sin renovación de sus discursos museográficos, ni mantenimiento o restauración de sus colecciones.

Lo anterior resulta muy evidente si tomamos en cuenta que personajes como Guillermo Santamarina, curador en jefe del MMAC (Museo Morelense de Arte Contemporáneo Juan Soriano), y después María Elena González López, primero directora de Museos y Exposiciones de la Secretaría de Turismo y Cultura, y después fugaz directora del MMAC. ¿Qué pasó ahí? Poco sabemos, apenas una carta visceral de Santamarina y el silencio de González López. Es reprochable a estos especialistas la falta de análisis riguroso y una postura serena ante su paso y experiencia por tales instituciones culturales. ¿Falta de presupuesto, voluntad política, sabotaje, o todo junto?

Por nadie es ignorado que en Morelos son escasos los episodios de planeación participativa, y que la transparencia y la rendición de cuentas es una ficción a voluntad de quienes maquillan el funcionamiento de la maquinaria gubernamental en los ayuntamientos y en el gobierno estatal. Hoy más que nunca, servir a los demás significa, antes que nada, servirse a sí mismo, o al grupo o camarilla a los que se les debe el favor de pertenecer a esa burocracia que, cual parásito, se aloja en el intestino del ogro filantrópico, y lo constituye: “conozco al monstruo porque he vivido en sus entrañas”, dicen ufanos algunos burócratas de cepa.

Las oficinas son una suerte de circo, en donde siempre hay todo tipo de personajes, pero en donde quienes quieran sobrevivir desarrollan habilidades de verdaderos equilibristas o capacidades zoomorfas de maromero. No hay ideología hay interés o necesidad: “todos somos disidentes hasta que nos mandan llamar (sic)”. Cierto, al interior de las oficinas gubernamentales siempre hay hombres y mujeres excepcionales cuyo compromiso, rigurosidad e institucionalidad, sostienen el peso del Estado. He tenido el privilegio de coincidir con esa burocracia de oficio, la que tiene respuestas y no evasivas, la que resuelve y no se esconde, la que planea más allá de la ocurrencia, la coyuntura y el oportunismo. La de hoy, en su mayoría es la burocracia que representa el triunfo de la mediocridad… y de la corrupción.

Pocos saben que, en Morelos, específicamente en Cuautla y en Yautepec, -también los debe de haber de otros municipios-, hubo y hay toda una generación que incidió en la llamada moderna administración pública del Estado Mexicano. Se trata de morelenses que, por su trabajo y experiencia dentro los diferentes poderes e instancias de gobierno u organismos paraestatales, durante los años sesenta y setenta, incidieron en el diseño de los primeros programas nacionales de desarrollo, lineamientos, reglas de operación y políticas públicas.

¿Tenemos los gobiernos que merecemos? ¿Hasta cuándo seguirán viniendo “afuera” para administrar y luego saquear el patrimonio de las y los morelenses? Y, claro, siempre hay que preguntarnos qué tan lejos o qué tan cerca estamos del Estado.