Tres minutos de realidad.

El ensayo es un género nómada. Si no ha quedado claro a estas alturas, algo he debido callar desdoblándome, avanzando a ciegas disfrazada de mujer que aprende sobre las llamadas escrituras postautónomas, ¿en cuál de todos mis cuadernos quedó escrito ese concepto? Sergio Pitol tenía los suyos, en ellos convocaba a la hibridez de una literatura del yo que en su tiempo nadie se atrevía a llamar así y por ende lo premiaban, por el ejercicio de una libertad al escribir a prueba del miedo a ser uno mismo, por la erudición del viajero inestable con una salud precaria, por el asombro en Europa del Este y su fascinación por Italia, por eso. Ahora no le bastaría, tendría que ofrecerles a los dioses de las editoriales un contenido que pudiera convertirse en una serie. Por eso hago una “Corte A” rumbo a otra libreta.

Diez minutos de recuerdo

“Me hago preguntas fuertes”, le dijo al nómada. La primera, ¿cuál es el verdadero viaje?, ¿el que aún planeado descubre prodigios dentro de nosotros? Lo digo porque hablar la lengua de las epifanías, de revelaciones como arrugas o pliegues en el alma, nos lleva al horizonte de estas frases: “Pensé que era de este tipo de personas”, “pasé toda la vida persiguiendo al conejo de Alicia detrás de la experiencia para rebelarme ante un destino común y corriente, pero soy más ordinaria que el resto” o bien: “soy capaz de mandarlo todo al diablo un buen día, una buena mañana como la ama de casa de la película “Pan y tulipanes”, como la hija de un banquero en Casa de muñecas”. ¿Cuál será el cordón umbilical de estas preguntas?, ¿cuál el verdadero viaje: el impensado o el de la renuncia?, ¿el del retorno a una Ítaca idéntica a la que dejamos?, ¿quién mira distinto luego de irse, la córnea o el lugar que nos espera con desencanto, con inacción?, ¿cuánto cuesta una aventura de verdad, con camino del héroe incluido?, ¿qué consecuencias arroja? Quizá los desplazamientos idealizados, las odiseas buscadas, la maldición del nómada como incendio contante, condena de quien, cansado de intentar redimirse, inventa una historia convertida en minotauro.

Dos minutos de memoria fallida

En algún lugar de Las bodas de Cadmo y Harmonía, Roberto Calasso habla del baile de la grulla, de los pasos con pies y manos que Ariadna aprendió muy joven en el patio de las esclavas. Esa coreografía era la clave, la senda que debía seguir para escapar del laberinto.

Otro minuto de realidad

Ella no quiere admitir que, en el fondo, siente una profunda lástima por los nómadas. No debería.

Tener un lugar seguro, una casa, la posibilidad de viajar no es lo único y ni lo mejor que pueda ocurrirnos, hay cosas mejores y otras, por supuesto, mucho peores. A veces piensa que los viajeros afortunados en verdad son los que actúan como robots, sin pretensiones compran el itinerario de un VTP, no se complican. Los verdaderos viajes son llagas, trazos en los hombros o el vientre donde ella quisiera tatuarse una brújula, un gesto muy poco original.

Ya en el avión

Documental de Anthony Bourdain, el que filmó con CNN, antes de suicidarse. Se le nota triste, desencantado para siempre. El programa habla sobre Asturias y su comida grasosa. Abre con la imagen de un bosque brumoso. Será aburrido. Voy viajando en medio de dos mujeres rollizas. Es Avianca, vuelo con escala en Bogotá porque cambié las fechas de regreso, deshice todos los planes, di un salto al vacío. La joven a mi derecha lleva un suéter azul de punto, es inmensa, una modelo de Botero. La de la izquierda, menos voluminosa, pregunta cada quince minutos cuánto falta para llegar a Colombia. Le enseño a usar el monitor de enfrente con la bitácora del viaje, ese mapa en tercera dimensión que acaba de dejar Europa. No siento nada, no me arrepiento de volver a México antes gastando de más para encontrarme con un hombre. Escribo rápido en una libreta con la imagen de una mujer de sombrero y guantes blancos, vestido verde, pintada por Tamara de Lempicka, Young Lady with Gloves, es el nombre del cuadro. Pienso que he dejado España tal vez para siempre porque descolonizarme no es sencillo. Mis abuelos no eran huaqueros como los de Gabriela Wiener y hasta hace poco tiempo asumí lo blanqueada que estoy. Por ser un poco menos morena que mi hermana, creía ser la “güerita”, lo cual me hacía sentir diferente, tocada por dones que me alejarían de un destino común. Yo no era “prieta” ni “negra” como las demás en mi familia, yo no sería discriminada por nadie en un país que odia lo indígena, lo que huela o parezca indio. Yo no. No sé quién diantres me dijo mi madre que yo era, pero su amor deseaba para mí una biografía exitosa. Me obligó a actuar esa mentira, pero igual me dijeron sudaca, igual comprobé que mi cara redonda, mis ojos grandes, muy oscuros, mi nariz chueca, son rasgos muy distintos a los del dibujo de esa joven mujer con guantes que me mira y me reta: “¿A qué no eres capaz de escribir los mejores ensayos de tu vida?

*Escritora