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Guillermo Peimbert

Lo leí de corrido, como pocos. En dos días de vacaciones,  solo interrumpido por las necesidades más urgentes y las atenciones que pude darle a mi hijo por su depresión pandémica y su contagio de COVID. 

La pluma de Alma Delia me hizo reír como pocas veces, al límite de las carcajadas, lo mismo que me arrastró al llanto y dolor más conmovedoresprovocados por esos abusos vividos desde el desamparo de la inocencia infantil y que solo pueden comprenderse desde el espejo más descarnado de una vida adulta y de un despiadado autoanálisis. Esos abusos provocados por una sociedad que no perdona el desamparo y descaro de ser mujer (“¿porqué tan solita?”) y andar caminando por la calle sin un propietario del sexo masculino que tecustodie y presuma. 

Mujer que debe trabajar y enfrentarno solo el “techo de cristal”, sino, como ella misma lo define, de mierda. No solo en su condición de mujer, sino de pobreza. Ese moderno y abundante proletariado de las ciudades dormitorio periféricas a la Ciudad de México (en Netzahualcoyotl, Estado de México, uno de los municipios mexicanos con mayor indice de feminicidios) que invierte diariamente más de cuatro horas de camino autofinanciado, para llegar a sus lugares de explotación, sea en la fábrica, oficina o alguna casa para limpiar. Personas con el cuerpo desecho y que conviven con la muerte, a medio metro de su cotidianidad. Durmiendo o medio arreglándose en los transportes públicos sin el menor glamur. Y sin embargo, esa muerte compañera, se convierte, de tan cercana, en la mejor consejera.

Con la valentía de quien ha perdido la vergüenza por contar sus tragedias, Alma Delia narra (de manera envidiable para quien aspira a escribir bien y “con sangre”) lo que a mí me hubiera gustado decir, y lo hace de una manera entrañable. Desde los orígenes de la construcción despiadada de mi masculinidad adolescente, puedo reconocer esos rituales de tortura en los que participé activamente para huir del amenazante estigma: o te burlabas o se burlaban de ti. Me declaro cómplice-culpable; recuerdo, desde mi secundaria pública en una colonia popular en la Ciudad de México de los años setenta, cuando nos mofábamos sin piedad de las y los diferentes, pretendiendo ocultar que yo no lo era. 

La pluma de Alma Delia me hizo recordar mi aún incrustada educación sentimental originada en los media de la época del Tigre Azcárraga, el noticiero 24 Horas, Siempre en Domingo y el Chavo del Ocho, programas omnipresentes en radio y televisión que nos embrutecíande forma divertida y misógina,ocultándolos la Operación Cóndor en América Latina y la matanza del 68 en Tlatelolco ocurrida a pocas cuadras de mi hogar. Y su lectura logró lo imposible: me reconcilié con Juan Gabriel, ese poeta popular que hoy puedo revalorar sin el temor a ser juzgado como homosexual o “de mal gusto”. La autora logra mexicanizar a Shakespeare y a Dante. Sin caer en los lugares comunes de las exitosas novelas de narcos (tan taquilleras en sus versiones para pantallas) esta narrativa despiadada,emergida desde las entrañas nos incrimina a todos: cómplices de un mundo que nos destruye. Hurga con la necesaria frialdad del cirujano en esta civilización que se desmorona y que en su derrumbe va acabando primero con los más desvalidos de la ciudad (por no mencionar a los pueblos indígenas del sureste mexicano o a los migrantes sin nada -de los que nos cuenta Karina Sainz en su reciente novela El tercer país-).

Acoso y violencia por todos lados. Peor si se nota el descaro de portar dignamente tu feminidad. Violaciones ¿cómo no?; familiares, conocidos de confianza, ¿cómo no?

​Y a pesar de todo eso, sin duda La cabeza de mi padre, el libro, es resultado de un acto amoroso. Un parto doloroso y sin anestesia. Como esos partos del IMSS o ISSSTE, con violencia obstétrica incluida en una clínica saturada, insalubre e inhumana de la Ciudad de México.

​El ejercicio de Alma Delia es el resultado de una búsqueda dantesca en Michoacán, orientada por un Virgilio-halcón adolescente mexicano. Su insólita búsqueda, ordenada desde un sueño premonitorio, reconfiguró su no-deseo de ser madre pariendo un texto que, incluso, llega al absurdo de perdonar el abandono de un padre ausente o muerto, imaginado en la indigencia y su alcoholismo, pero cuyo desenlace no deja de sorprendernos.

Tan fuerte el acto de escritura como el Alma de Delia; similar al valor heroico de su madre, como tantas, que no abandonó a ninguno de sus ocho descendientes (incluida Nanahuatzin, aquí diosa inmolada al fuego al que se debe y agradece la luz del sol) al mismo tiempo que el padre huía ante la quemadura terrible de la maravillosa hija mayor. Sirva el ejemplo de Alma Delia de cómo se puede sobrevivir a la adversidad de una manera incomprensiblemente sabia: escribiendo y compartiéndonos generosamente su experiencia.

El libro es un parte de guerra en una tierra árida y hostil, capitalista y, a pesar de todo, en la que se puede, finalmente, maldecir al padre que te abandonó y escribir un libr-hijoamorosamente. Maldiciendo y amando locamente… en defensa propia.

La autora, joven mexicana desde elumbral del siglo XXI, blande con esta obra una magistral denuncia de lo que hoy, si se nace abajo, puede remontar una pluma y muchas horas de trabajo (hacia adentro y hacia afuera). Enfrentando al papel en blanco y al pasado, que presionan hacia abajo, y una fuerza de vida que, quién sabe por qué, presiona por seguir.

Parece ejemplificar aquel poemínimode Efraín Huerta, que reza: “no se cupe a nadie de mi vida.”

Ha publicado también Las noches habitadas (2015), El niño que fuimos (2018), Cuentos de maldad (2020). Hoy continúa su lucha por poder escribir desde la libertad promoviendo en su propio portal actividades que, sin duda, merecen ser apoyadas por quienes creemos que sí se puede. Podemos apoyarla en https://almadelia.mx

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