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Vicente Quirarte*

En toda Feria del Libro, y en el día consagrado anualmente a él, los pobres e indefensos protagonistas se hallan expuestos al apetito de sus dueños en potencia. Paralelamente se presentan nuevas publicaciones, hay lecturas y mesas redondas donde se habla del pasado, presente y futuro de la industria editorial. Poco se habla sobre el libro como ser vivo, merecedor de derechos, como obligaciones tiene quien va a poseerlo. Formulemos, entonces, algunos principios que puedan servir para mejorar la relación con esa criatura aún -por fortuna- imprescindible.

1. Comprar un libro es merecerlo. Detrás de ese objeto material, además del autor que lo concibe, se encuentra el trabajo colectivo de múltiples actores. Quien tiene un libro entre sus manos, debe comenzar por sentir el temblor individual que le dio vida y la huella de las muchas manos que lo produjeron.

2. Tener un libro es ser un libro, no sólo a semejanza de los hombres-libro al final de Farenheit 451, sino en un parentesco más próximo: si la mano prolonga el pensamiento, el libro es la memoria permanente de las acciones humanas.

3. El placer de entrar en una librería pertenece al cuerpo. Walter Benjamin lo dijo: los libros, como las mujeres, pueden acompañarnos a la cama, pero antes es necesaria una seducción mutua, paciente y refinada. El temblor estético provocado por el libro tiene lugar a través de los sentidos: la vista, que disfruta la simetría y las proporciones; el tacto, que prolonga el placer de la mirada en el sello de agua o en la textura del papel; el olfato, reconocedor del sitio de origen del libro; el oído, que goza el peso y el paso de las hojas; el gusto, cuando identificamos la piel de una encuadernación.

4. El gozo del libro no nace si éste no reúne atributos suficientes. Así como debe castigarse a los maltratadores del libro, también debe penarse a los malos editores, mercaderes que, en nombre del progreso y la economía mal entendida, intentan convencernos de las bondades del libro que rebasa márgenes o se vale de papel más despreciable. Hacer bien un libro no cuesta más que procrear un engendro que no merece el noble sustantivo.

5. Marcel Proust escribió que cuando una mujer se viste con todo el arsenal exigido por la moda, lo hace en nombre de la civilización y no de la frivolidad. Lo mismo puede afirmarse de una edición respetuosa del arte mayor de fabricar un libro, que siempre costara menos, naturalmente, que los gastos militares o los banquetes en honor del cacique en turno.

6. Quien pide prestado un libro, por regla general es más peligroso que el incendio consumidor de la Biblioteca de Alejandría. Reivindiquemos por eso al ladrón de libros, para confirmar la paráfrasis al adagio de Balzac: detrás de toda gran biblioteca, como detrás de toda gran fortuna, hay un crimen. A diferencia de quien pide prestado un libro, quien lo expropia habrá de cuidarlo con esmero.

7. Por el buen nombre de los libros, aprendamos a comprar exclusivamente aquellos que podamos mantener y nos van a acompañar toda la vida. Llevemos a cas a libros que nos obliguen a las aventuras del alma y a las hazañas del cuerpo; que nos vulneren, nos tumben, nos abrasen; que, como el amor o la locura, nos marquen para seguir creciendo.

8. Si es imprescindible subrayar un libro, recordemos la existencia de una invención llamada lápiz. La página se imprime con tinta, pero la lectura debe hacerse con los ojos y un lápiz, el más cortés, humilde y efímero de los instrumentos de escritura.

9. Al serle formulada la pregunta “¿Quiere un libro?”, Tin-Tán responde: “No, gracias, ya tengo uno en la casa.” Así como hay autores que no merecen convertirse en libros, hay lectores que no merecen tener libros. Quien hace un libro parte de sí, debe saber que, como hijos adoptados, los libros necesitan casa, comida y sustento.

10. Por los pasillos de la Feria exclaman, escandalizadas, las señoras: “Pero es que los libros están carísimos.” Sí, señoras, también suben el salón de belleza, los salarios de los trabajadores -poco-, el papel y la tinta. Si vamos a querer en serio a los libros, seamos radicales y pensemos en la frase de Erasmo de Rotterdam: “Si tengo dinero compro libros y si me sobra compro pan.” De no bastar el estoicismo del gran humanista, escuchemos a Emily Dickinson decir la última palabra:

No hay, como el libro, una fragata

para llevarnos lejos.

No hay transporte comparable a una página

de furiosa poesía.

Semejante trayecto puede hacerlo el más pobre

sin oprimir su bolsa;

qué frugal el carruaje

que a un alma humana lleva.

*Miembro de El Colegio Nacional

vquirarte19@gmail.com

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