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En plena libertad

Enrique Balp y Germán Muñoz

¿Qué se hace a los 85 años? ¿Esperar la visita de los nietos?, ¿de la enfermera? ¿Desde una mecedora mirar el ocaso como metáfora de su larga vida? Si se le pregunta a Leonel Maciel, quizá le responda que lo mejor es organizar una exposición que se podría llamar “Pudor Pornográfico”.

Una exposición en donde haya intercambio sexual explícito con la maestría artística de la que carecen las películas tres equis; que en el más desenfrenado coito exista la complicidad de una pareja evidenciada por su mirada, atestiguada por figuras en las penumbras y envueltas en colores de fiesta que reconcilien al espectador con su propia vida y experiencia; con la euforia de una danza en donde el más despreciable vecino de la calle se transforma en un dios capaz de hechizar a la más bella mujer en el momento en que aborda la pista de baile.

Y el estudio de Leonel Maciel, por el momento, está lleno de este tipo de obras deslumbrantes, capaces de trascender lo que muestran para reclamar lo que son: una representación de la vida y su fuerza, de la vitalidad y el abandono, de una energía que rebosa como en una fiesta y que demuestra a golpes de pincel que el morbo que puede despertar la pornografía, cuando se es un artista, se puede convertir en señal de ternura envuelta en pasión delirante. Algo que está más allá de lo evidente, que a algunos les podrá parecer pornografía, pero que de simple no tiene nada y que siempre guarda una esquina de recato si las buenas conciencias se atreven a buscarlo -y encontrarlo- entre vulvas, penes, sombras, siluetas y colores.

“Pudor Pornográfico” será una muestra que podría ameritar advertencias al público, pero que no pasará desapercibida y, mucho menos, indiferente -de hecho, varias de las obras ya tienen comprador-; es una muestra del amor por la vida y por la mujer, gran personaje de quien es fanático Maciel.

Un sinónimo de Leonel Maciel sería “libertad” en su más amplia acepción. Hace lo que quiere, pinta lo que quiere y como se le ocurra, sin encasillarse a escuelas o corrientes, vive de la forma que decidió desde hace tiempo -tanto como desde su infancia- , escucha la música que le place, habla con quien quiere y cuando se le pega la gana y come y bebe cuando lo necesita.

Es la personificación de la libertad total, pero eso tiene un costo que él también ha estado dispuesto a pagar: soledad, dispendios, la intolerancia de algunos, la incomprensión de otros y cierto desdén de la élite cultural y artística de México, que parece no querer comprender a quien no logra cooptar. Porque Maciel, cuando se aburre, toma su sombrero y se echa a andar, sin preocuparse apenas de lo que se queda atrás.

Podrá regresar a lo que dejó, ciertamente, y la pintura es una de esas cosas, pero, después de su caminata, él no regresará siendo el mismo. Maciel ha perfeccionado el arte de ser libre incluso de sí mismo.

Y eso lo demuestra en sus afanes, sus quereres y su arte, que muestran una evolución incesante que, como cuando se platica con él, es difícil aterrizar a cronologías y secuencias temporales; en su memoria todo acontecimiento y anécdota tiene una ubicación en la que tiene relación, justificación o explicación, con otro suceso de antes o después, pero que, si se sabe escuchar, tiene lógica y hasta resulta obvia, y, cabe aclarar, esta comprensión no siempre es por el mezcal que es presencia obligada y permanente en su casa-estudio-claustro-templo-galería.

Pero Maciel está muy lejos de ser un excéntrico y muchos habitantes de Cuernavaca quizá ya lo conozcan, aunque no lo identifiquen, pues camina largas distancias prácticamente todos los días -no tiene auto y no lo necesita- puede acudir a una cita al otro lado de la ciudad a golpe de suela, y, por aquí y por allá, si hay ánimo y no hay prisa, entretenerse en conversar con cualquiera que se preste. Y entre esos “cualquiera” el más “cualquiera” podría ser Maciel, el tránsfuga de sí mismo.

Pero sería un error pensar en el artista, Leonel Maciel, separado de la persona Leonel Maciel porque, si uno se separa del otro en esta fuga temporal es simplemente para poder estudiarse mejor, y Maciel es un gran observador, es un estudioso innato de la gente y el contexto y ese don lo hace un artista que sabe comunicarse con su público y con la gente en Sudáfrica, en Europa o en donde sea, incluso, aunque en menor medida, en México, aunque aquí sea un artista bien cotizado.

Leonel Maciel, como persona, es un fenómeno y lo es más como pintor. No hay detalle que no alcance su pincel o idea que no pueda abarcar su brocha, y no habrá obra de Maciel que no alcance a su destinatario, aunque no siempre sea el mismo.

La definición del artista genuino, aquel que puede hacer sentir, pensar o excitar a los seres humanos sin importar edad, lugar o tiempo, se cumple con Maciel quien, en esa libertad de todo, por supuesto, también se ha liberado de un público específico.

Leonel Maciel. Foto: La Jornada Morelos.

La mujer con Maciel

Con Maciel hay pocas constantes: su mezcal guerrerense -su tierra de nacimiento-, sus caminatas, sus sombreros y las mujeres. El primero es un gusto, las segundas son una costumbre, los terceros una necesidad y las cuartas una pasión cercana a la obsesión.

“¿Qué es lo que necesita una mujer para ser perfecta? -se pregunta Maciel, y se responde- ¡ser mujer!”.

Aunque no figuren, ellas están ahí, en formas, trazos, motivos y en la mente del artista.

La mujer es un motor, es algo que estimula a Maciel a pintar, algo que va mucho más allá del sexo o la pasión: es un complemento vital.

María Aurelia Sánchez Ríos, mi madre y yo, leyendo a los Pardallán oleo sobre tela, 2015

No es una “inspiración”, esa palabra no existe en el vocabulario de Maciel quien, disciplinado como pocos, a pesar de sus hábitos bohemios, a las cuatro de la mañana ya tiene el pincel en la mano y nada en la agenda.

Pero, desde sus modelos, sus parejas y hasta la pequeña rubia mandona que bajo protesta lo inscribió en la Academia de San Carlos cuando su primo lo llevó a rastras, las mujeres han marcado su vida, incluso antes de que naciera: por referencias, sabe que su abuela era una indígena que no alcanzaba el metro y medio de estatura y que a pesar de no hablar español con fluidez se ofreció a domar caballos en una hacienda en Guerrero ante las burlas de los vaqueros, quienes, para escarmentarla, le dieron el potro más indomable. Ante el bravo animal, ella rechazó las espuelas –“no hay que lastimar a los animales”, les recriminó- y, en cambio, se ató un par de varas en los tobillos. Un par de horas después regresaron un caballo domado y una indígena con empleo.

Por azares del destino, doña Abigail, la india domadora de broncos temperamentales, fue madre de un varón alto y blanco, quien -según las buenas y malas lenguas- tenía cierta remembranza con el hacendado.

Autorretrato óleo sobre tela, 2001

Alto, y también flaco, estaba Maciel cuando se empleó como modelo en La Esmeralda. Tan flaco que le apodaban “el cadáver” y “el muerto”: dice que le ponían una cáscara de plátano y lo transformaban en una “naturaleza muerta”.

Y, aun así, a despecho de los artistas de la Academia, el flaco modelo conquistó a la más bella estudiante de la escuela, para ello bastó que se lo propusiera.

A pesar de la gran hipérbole maceliana anterior, su carácter, marcado por una voluntad y una decisión sin ataduras han marcado la vida del artista.

Cuando niño, en Guerrero, reconoce que fue muy consentido, que disfrutaba a sus anchas el campo. Sus padres y abuelos derrochaban amor y paciencia con él y sus hermanos, aunque, como era la disciplina de antaño, usaban el cinturón cuando lo ameritaban.

Lectura de café óleo sobre tela, 2002

Según Maciel, tuvo una infancia feliz que transcurrió en esa casa paterna tolerante y en el campo en donde bastaba correr un poco y llegar a los esteros y, luego, al mar. Pero aquella niñez acabó cuando fue enviado a un internado a la Ciudad de México; mas aquello fue una transición, no un trauma: “de veras que creo que hicieron bien en mandarme a estudiar al DF, si no quién sabe cómo hubiera terminado, pero seguramente lleno de hijos…” porque, desde luego, desde muy joven, Leonel Maciel siempre ha estado enamorado de las mujeres.

Está bonita la noche amor, sí, pero cómo chingan los jejenes Acuarela sobre papel, 1988

La pintura busca a Maciel

Después de aquella infancia, Maciel tuvo una adolescencia ejemplar. “Sí, cuando me preguntan que cómo fue mi adolescencia, pues creo que fui un ejemplo a seguir y un adolescente ejemplar. No molestaba a nadie y no tenía quien me llamara la atención por nada”, aunque eso se debía principalmente a que estaba muy lejos de casa y de la escuela.

Leonel Maciel. Foto: La Jornada Morelos.

Maciel fue un bohemio adolescente que era capaz de pasarse garabateando en una libreta en los cafés de chinos que daban servicio las 24 horas. “Así iba la vida. Estaba solo” y se bastaba a sí mismo con aquella independencia que siempre lo ha definido, tampoco echaba de menos a nadie ni necesitaba nada y vivía en donde podía y le abrían un espacio.

“Curiosamente, no pensaba ser pintor, pero creo que era el único que pintaba de la gente que conocía. Siempre andaba con una libreta tomando apuntes”, soñando con el príncipe Sandokan que, en Guerrero, le hizo pensar que había mucho mundo tras la sierra.

“Allá no llegaban libros de filosofía o de historia del arte, pero sí llegó El Tigre de la Malasia y me cambió la vida”. El interminable destierro del príncipe de Salgari quizá influyó también en la pasión innata de Maciel por los viajes, una pulsión de vida presente de manera permanente en Maciel, capaz de irse de una casa cuando lo aburría, o a una familia para irse a vivir a Europa. “Qué te digo, a uno le gana la vagancia…”

Es muy probable que “la vagancia” es lo que vio un primo suyo en Leonel cuando, al ver los “garabatos” que hacía en los cafés de chinos, con voz de profeta le aseguró “lo que tú eres, es un pintor” y lo llevó casi a rastras a La Esmeralda, en donde, tan solo al traspasar el umbral, perdió sus reservas: lo primero que vio fue a una bella rubia sentada en una banca, Marcelita, que lo llevó directo al salón del maestro Paz después de que Maciel pagara los diez pesos de inscripción y su primo huyera con el cambio. “Como ves, entonces no pedían gran cosa para entrar”.

Pero sus viajes y el contacto con otra gente influyeron en su formación artística y en la consolidación de su carácter, como le sucedió con la música clásica y la ópera, que tanto le aburría en La Esmeralda hasta que se hizo el propósito de escucharla en serio y prestarle atención.

En la academia “A mí lo que me gustó era el ambiente, salvo por la música que ponían en el radio todo el tiempo, que era pura música clásica. Me aburría tanto… y la ópera ¡me carga la chingada! decía para mis adentros, y me dormía. Bueno llegó un momento en que necesitaban un modelo y fue cuando yo me encueré y toda la cosa y me dije, bueno, por algo es la música clásica y la ópera y así me dediqué a escuchar pura música clásica y ópera, y entonces lo que se fue a la chingada fue el bolero y todo eso (que es la música que me hace llorar), y así entendí de lo que me estaba perdiendo. Desde entonces yo escucho pura ópera y música clásica, que me fascinan”.

“Te vas sensibilizando, porque así es… si tú naces en un medio en donde no se oye eso, no es que seas insensible ¡es que no lo conoces! ¿Cómo se va ampliando tu paladar? Comiendo aquí y allá y nunca cerrarte a nada. Y así también empecé a hacer amistades… he sido bueno para eso”.

“Pero a mí, lo que menos me interesaba, era ser pintor, lo que me gustó más fue el ambiente. Imagínate: salir de un internado de puros cabrones que se llevan a pura mentada de madre… yo no tenía ningún sentido de lo que era el arte”.

Llorona de la media luna óleo sobre tela 1973

Siqueiros, en deuda con Maciel

Como estudiante y flamante modelo de La Esmeralda, Maciel tuvo la oportunidad de conocer a varios artistas consagrados o por lo menos de renombre; uno de ellos fue David Alfaro Siqueiros, a quien le sirvió como modelo en algunas de sus obras. El gran pintor le compró una serie de dibujos al pintor en ciernes, pero nunca se la liquidó.

Aunque es improbable que Siqueiros lo supiera, también estuvo involucrado en un serio conflicto en una de sus primeras exposiciones en el Palacio de las Bellas Artes en la Ciudad de México.

Maciel expuso en Bellas Artes muy joven y sus obras se vendían ya bastante bien. Rondaba los veinte años cuando le tocó exponer, en muestras diferentes aunque en el mismo recinto, con el maestro Siqueiros y hubo “algo” que no le pareció al joven pintor, ese “algo” le hizo reclamarle airadamente -y en público- a Jorge Hernández Campos, entonces director del Palacio, quien le explicó que ese “algo” se lo merecía Siqueiros, bueno, por ser ni más ni menos que David Alfaro Siqueiros, “¡pero yo voy para allá!” le espetó el novel artista antes de “mandarlo a la chingada”, con todas sus letras.

Así como Maciel puede abrirse de capa y mostrar su corazón para exponer un punto o explicar una idea, también sabe guardarse lo que no quiere dar a conocer y no pudimos saber qué fue ese “algo”; sus reservas tal vez sean uno de los motivos por los que Leonel conserva tantos amigos y amantes, con las que, salvo algunas excepciones, conserva tratos cordiales y comunicación frecuente.

La vagancia, siempre la vagancia

Decir que Maciel es un gran viajero es quedarse corto, sobre todo porque él no sabe lo que es ser turista, él es un trashumante que mide sus viajes por temporadas, meses o incluso años. Eso le ha permitido conocer gran parte del globo, y ganarse la vida ahí a donde llega. Así vivió en un cuarto del Auditorio Nacional, enfrente de un panteón en Tlalpan, en una troje y hasta en una chinampa de Xochimilco; también en Nueva York y Paris.

Así pasó de su natal Guerrero a la Ciudad de México y, por el momento, aunque desde hace ya varios años, a Morelos, y, por eso, no entiende lo que es tener una casa de su propiedad: siempre vivió en espacios prestados o rentados y siempre busca la forma de encontrar la comodidad necesaria para pintar.

Como cuando era un adolescente ejemplar, hoy tampoco le tiene que rendir cuentas a nadie y nadie se atrevería a regañarlo por nada.

Y no sólo viaja él, a lo largo del tiempo, entre obra y obra, su arte ha viajado también. “Cada trabajo es distinto, cada ilustración amerita una técnica diferente”.

Ángulos o curvas, ocres o colores deslumbrantes, figuras detalladas o caricaturas; aves o gatos. Hombres, peces o mujeres y más mujeres, técnicas y trazos, a lo largo de los años, Maciel es consistente solo consigo mismo y con sus títulos que frecuentemente tienen algo de autobiográfico.

Su obra es un reflejo de su vida, pero no tanto de su pericia, que siempre ha estado ahí presente. En su obra están sus intereses y curiosidades del momento, sus inquietudes quizá pasajeras y sus persistentes obsesiones. No es fácil discernir la cronología personal en sus obras. No tiene periodos azules o rosas, Maciel siempre ha sido Maciel.

Leonel el viajero, se muestra a sí mismo en su obra: divertido, irrespetuoso, amante, estridente, apasionado o cariñoso, en sus obras siempre hay algo del irrepetible genio de Maciel y la evidencia de que detrás del ameno platicador y del vecino andariego, hay un artista volcánico que se levanta a las cuatro de la mañana y, con una buena jarra de café, frente al lienzo, quizá mejor se ponga a leer.

Sin horas para comer ni para dormir, Leonel es libre incluso del artista Maciel.

Ese es un ritmo que difícilmente otra persona podría seguir, pero, desde mucho tiempo atrás, Maciel es libre de ese tipo de ataduras mundanas.

Si Maciel es libre incluso de los horarios fisiológicos y de los relojes mecánicos, los “monigotes” que pinta, y la forma en la que aparecen en sus lienzos no serán capaces de atarlo o encasillarlo.

Un artista que, sin proponérselo, nació maduro como Maciel, solo ha aprendido a pintar un motivo recientemente: su propio rostro. Los autorretratos aparecieron relativamente tardíos en su obra, y eso solo fue hasta que su rostro -a juicio de su portador- fue lo suficientemente interesante como para pintarlo.

Solo un artista de su talante puede mantenerse fuera de la liga comercial y de las élites culturales que pretenden determinar cuánto vale qué de quién, de la misma forma que él decide cuándo leer qué, por lo que no es seguro que lea ni siquiera la presente entrevista.

Hay pocas constantes en la vida de Maciel: la pasión por las mujeres -no solo de manera carnal, sino como ideal, como requisito de una vida que se precie de serlo-, el mezcal, algún puro y una distancia que valga la pena de caminar -siempre bajo su obligatorio sombrero-, aunque esta distancia sea la que va de un lienzo al siguiente.