El espacio de la lectura
Davo Valdés de la Campa
A quienes forman parte del círculo de lectura Algo como una fruta
Hace unos años entré a dar clases a una preparatoria. Las materias que me asignaron eran filosofía, literatura y etimología. Unas semanas antes de entrar pensé mucho en cómo quería ser como maestro. ¿Cuál sería mi aproximación hacia los libros? ¿Cómo contagiar a los demás mi emoción por la literatura? Pensé en mi propia etapa en la preparatoria. Yo no leía, ni me interesaban los libros, de hecho les huía o tenía una idea errónea de la práctica de la lectura. Al final reflexioné que tal vez si alguien me hubiera acercado el libro adecuado, la lectura hubiera llegado más temprano a mi vida. Eso lo sé porque cuando leí un libro que me hablaba directamente y que reflejaba mis emociones, simplemente no pude parar de leer. No recuerdo quién fue, pero alguien me recomendó, ante mis inquietudes como futuro docente, que leyera el libro Leer el mundo: Experiencias actuales de transmisión cultural de Michele Petit (quien haya sido ¡muchas gracias!). El libro lo encontré editado por el Fondo de Cultura Económica y resolvió muchas de mis dudas. Lo primero que entendí es que los libros no son una obligación y que como ya se estableció en los derechos de los lectores de Daniel Pennac: tenemos el derecho a no leer, el derecho a saltarnos las páginas y el derecho a no terminar un libro (entre muchos otros). Después, pensé que la mejor manera de compartir qué es un libro es aludiendo a una experiencia vital vinculada a habitar y construir. En palabras de Petit “todo esto va más allá de la rentabilidad escolar, mucho más allá también del placer o de la distracción, y pasa por múltiples sesgos, o procesos complejos que no recorreré aquí porque sólo me limitaré a evocar algunos aspectos que, a los ojos de aquellos y aquellas a los que pude escuchar, son esenciales, pero de los que se habla quizá demasiado poco.”
En uno de mis pasajes favoritos del libro, Petit dice que los libros son cercanos a las cabañas, un espacio más psíquico que físico, según Agustín Berque. Dice:
Cuando escuché a personas que me contaban sus recuerdos de lectura, y entre ellos a muchos hijos de inmigrantes, al poco tiempo me sorprendió constatar que esos recuerdos solían estar asociados con metáforas espaciales. Más precisamente, mis interlocutores hablaban de un espacio que, literalmente, les habría dado lugar: “los libros eran una tierra de asilo”, “era un paisaje mío”, “tenía un lugar propio”, “mis libros, todo eso”, “los libros eran mi casa, siempre estaban ahí para recibirme”, etc. Para designar ese espacio, utilizaban términos que remitían a algo vasto (un país o un universo, otro continente, inmenso, una tierra de asilo, un paisaje), pero también a algo íntimo (un amparo, un refugio, una choza en una isla…).
Inmediatamente pensé en uno de mis juegos preferidos de la infancia. Construir un fuerte, una cabaña, una casa del árbol, crear un espacio en mi cotidianidad que fuera rebelde, lejano, que desarmara y desarticulara mi hogar y lo volviera un sitio de aventuras y posibilidades. Precisamente eso significan las lecturas de la niñez e incluso las lecturas iniciáticas de la adolescencia: un espacio íntimo que uno habita desde la imaginación. En mi caso, esos primeros libros los recuerdo con fervor: El diablo sobre las colinas de Pavese, Pedro Páramo de Juan Rulfo, El jardín secreto de Virginia Woolf (y más tarde esa habitación propia que la inglesa invita a construir), Nostalgia de la muerte de Xavier Villaurrutia y La línea de la sombra de Joseph Conrad.
Con el paso del tiempo descubrí que cada libro es una habitación nueva o una puerta a un espacio distinto. A veces esa habitación es un mundo dentro de un closet o un laberinto o un cuarto debajo de las escaleras y otras veces, una cabaña en los árboles en medio de la selva o un camarote en un barco. “Un libro es una miniatura, un compendio del mundo, listo para restituir espacios mucho más vastos de los que se ofrece, una versión condensada”. Ya decía Freud que en la escritura, por ejemplo, veía: “la casa de habitación, el sustituto del cuerpo materno, esa primera morada cuya nostalgia persiste probablemente siempre”.
Todos hemos perdido algo y los libros pueden ayudarnos a recuperarlo. Petit asevera (y yo lo creo también) que: “para aquellos que han perdido su casa y los paisajes que les eran familiares, los libros pueden ser otros tantos hogares prestados, un medio para recomponer sus cimientos espaciales”.
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