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El verano de la infancia

El verano de la infancia iniciaba con la constelación de Cáncer rigiendo el cielo de las primeras lluvias. Esa tarde el sonido ensordecedor de las cigarras y las golondrinas volando bajo, advertían la tormenta, el anhelado final del calor. Recuerdo un poema de Ernesto Cardenal que dice:

“[…] resucitan las cigarras

—enterradas 17 años en estado de larva—

millones y millones de cigarras

que cantan y cantan todo el día

y en la noche todavía están cantando.

Sólo los machos cantan:

las hembras son mudas.

Pero no cantan para las hembras:

porque también son sordas.

Todo el bosque resuena con el canto

y sólo ellas en todo el bosque no los oyen.

¿Para quién cantan los machos?

¿Y por qué cantan tanto? ¿Y qué cantan?”

Según Cardenal cantan a la resurrección. La vegetación de Morelos es predominantemente selva baja caducifolia. Esto quiere decir que los árboles pierden sus hojas durante la época de sequía. Durante los meses de mucho calor el paisaje dominante es marrón, grisáceo, terracota y desolado. Los árboles y los arbustos lucen petrificados y si un viajero llega en esas épocas y atraviesa, por ejemplo, Cañón de Lobos, no creería que ese bosque vaya a revivir. Pero sólo caen las primeras gotas de lluvia y todo enverdece y el dosel se vuelve tupido y el follaje cambia de todos los tipos de verde y la ciudad se siente fresca y vigorosa, aunque también húmeda, sensual y agobiante.

El verano de la infancia comenzaba con un aguacero. A veces el viento chiflaba toda la noche asustando a los niños. En las ventanas las palmas, agitadas por el ventarrón, golpeaban insistentemente. Pienso en la escena de Poltergeist, en la que precisamente la rama de un árbol atraviesa una ventana de la habitación de los pequeños durante una tormenta. Un árbol que más tarde cobrará vida. Esa primera noche de verano, en la que todas las fuerzas que encienden la hoguera del solsticio, los contrarios se encuentran. La sequía se transforma en un verdor imposible; el temporal precede a la calma del sol quieto en los cielos; y el calor se disipa y se transforma.

Al día siguiente el jardín amanecía repleto de hormigas de San Juan. Así iniciaba el verano de la infancia. A diferencia de las cigarras, estas hormigas, que también se les conoce como chicatanas, no cantan. Pero también son parte de la resurrección. Las galerías que construyen ayudan a mantener la estructura del suelo. Y en sus vuelos nupciales, polinizan flores y el ciclo de la vida de sus colonias, se reinicia. Nosotros a veces las capturábamos y las obligábamos a pelear durante los recreos en arenas construidas con estuches de plástico. Esos últimos días de clases, en los que liberados de los exámenes, íbamos a la escuela a perder el tiempo, organizar convivios y escuchar música en el salón, eran el preámbulo de las vacaciones largas.

El verano era una época solitaria en mi infancia. Demasiado larga y sin forma. Durante el día el jardín se convertía en cualquier escenario de mi imaginación, pero en las tardes, las golondrinas volaban bajo y las perras corrían asustadas por los truenos y la lluvia se apoderaba, con su oscuridad prematura, de mis tardes.

Hay un haikú de Issa Kobayashi que dice: “a medio dormir- es esa lluvia de temporal de lluvia ¿hoy de nuevo?” En verano el monzón se repite y la luz cambia y Cuernavaca es exuberante y un poquito triste. Es una época para contemplar el paso del tiempo a través de la ventana.