Lux eterna para José Agustín

 

Las lecturas de juventud, libros que lees bajo un frenesí inigualable, libros cuya atmósfera es más clara que las tramas que cuentan —en realidad son recuerdos difusos, enigmáticos, evocativos, sensuales y entrañables—, son experiencias que no vuelven a repetirse con la misma intensidad. Esas lecturas fundacionales, no son necesariamente nuestros libros favoritos, pero son textos cuya vitalidad nos marca. Para reconocerlos sólo hay que recordar el estado en el que nos sumergían (usualmente una excitación exacerbada). No podíamos dejar de leerlos hasta agotarlos. Esos libros se filtran hacia la realidad y la transforman.

Algunos de estos libros para mí fueron El diablo sobre las colinas de Cesare Pavese, Lobo estepario de Herman Hesse, Nostalgia de la muerte de Xavier Villaurrutia, La casa encantada de Virgina Wolf, El guardián entre el centeno de Salinger y la obra de José Agustín, quien “se fue en paz, rodeado de su amorosa familia”, según un comunicado emitido por sus propios hijos en redes sociales, el pasado 16 de enero.

El primer libro que leí de José Agustín no fue La tumba, ese llegaría años después, en mis últimos semestres de la carrera de Letras Hispánicas, sino Se está haciendo tarde. Recuerdo haberme enganchado completamente con el tono de la novela: era un texto que llegaba hasta lo más profundo, que no tenía aspavientos en nombrar el abismo, pero que al mismo tiempo era un infierno hilarante, una tragedia que no se tomaba así misma de manera muy seria y que al mismo tiempo era impactante. Por supuesto, era lo más cercano a mi propia experiencia de joven que había leído en toda mi corta existencia. A pesar de que me identifiqué con Holden (por mis múltiples expulsiones de escuelas y por la sensación de no pertenencia), al mismo tiempo había una distancia entre ese personaje perdido en las calles de Nueva York. En cambio, era todavía más cercana la obra de José Agustín, que hablaba de Acapulco, la ciudad de México, la contracultura, el rock, tópicos que mis propios padres en su propia juventud habían sido parte de sus experiencias vitales. El lenguaje, la manera de abordar la idiosincrasia de la rebeldía, el hecho de que ocurrieran en el México moderno, el humor y la tendencia a explorar los límites humanos, fueron algunas de las cosas que me hicieron un lector ávido de José Agustín.

Después mi padre me recomendó Ciudades desiertas, que aunque se trata de una novela de madurez, y por ello probablemente no entendí en su totalidad, también la devoré en cuestión de días. En esa época compraba mis libros en La Rana de la Casona. Recuerdo que fui a buscar qué otro libro podía encontrar de él. Hallé una copia de El rey se acerca a su tiempo, en la que las fuerzas dionisíacas y apolíneas se enfrentan a través de sus dos protagonistas, Ernesto y Salvador, lux externa y lux interna. Pocos libros me impactaron tanto como este. Me obsesionó su estructura, su manera tan plástica de usar el lenguaje, sus personajes, la manera en la que usaba formas y tópicos clásicos, mitológicos y los abordaba en una realidad que para mí era contrastante y reconocible. Podría escribir muchas líneas sobre El rey se acerca a su tiempo, pero este texto no trata sobre eso, sino la forma en la que José Agustín formó distintas generaciones de lectores.

Cuando lo leí ya era considerado un clásico, así que de todos los clásicos, la suya me parecía la obra más fresca y renovadora. Era un autor que me hacía sentirme más cerca de la literatura, del margen, de lo irreverente, pero de una irreverencia profunda y audaz. Después devoré Dos horas de sol, Vuelo sobre las profundidades y también gracias a él descubrí a José Revueltas, ya que fue uno de los grandes rescatadores de su obra.

Hace muchos años Xalbador García y Jaime Luis Brito me invitaron a escribir una columna de cine en La Jornada Morelos. En ese tiempo leía La ventana indiscreta del mismo Agustín, un libro sobre rock, cine y literatura. Decidí nombrar a mi columna con ese mismo título. No fue por el clásico de Hitchcock, sino porque me sentía influenciado por la manera de hilar esta tríada (rock, cine y literatura) en un mismo cuerpo y porque aspiraba a mantener su legado. Todavía hoy en día escribo sobre lo mismo. Así que, como tantos lectores y escritores mexicanos, me siento cercano a José Agustín, a quien tuve el gusto de conocer en Cuautla, y a quien pude acompañar en varios homenajes. Pocos escritores tendrán en su muerte un luto tan honesto y auténtico como él. Qué su obra persista en los libros, el rock y el cine que hoy existen gracias a su visión.