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Perderse en Cuernavaca 

Davo Valdés de la Campa

 

Hay una frase muy famosa de Walter Benjamin que dice que para realmente conocer una ciudad es necesario perderse en ella. He leído muchos textos que intentan descifrar lo que realmente significa. Desconozco si tiene otras implicaciones que se me escapan, sin embargo, he pensado constantemente en esas palabras cuando camino por Cuernavaca y me pregunto si realmente la conozco a profundidad. Cuando era un habitante del centro de la ciudad, confieso que a veces, como juego, en mi mente recorría sus calles enunciando sus nombres en voz alta, intentando nombrar las más posibles. Elegía un punto y a partir de ahí enumeraba cuadras de norte a sur. Iniciaba por ejemplo, en avenida Morelos. Que por cierto, un taxista de Ciudad de México me hizo ver que tenía una nomenclatura absurda para las ciudades contemporáneas: “¿qué clase de avenida tiene sólo dos carriles?”, me preguntó desesperado por el tráfico que se junta a la altura de Degollado. Nuestra avenida Morelos, en efecto, una de las arterias principales del centro, no es muy estrecha, ni de alta velocidad, ni muy transitable. Es una de las muchas maneras con las cuales Cuernavaca resiste el paso del tiempo. Así que iniciaba en Morelos, a la altura de Hidalgo (la calle de la Catedral y la Casona Spencer que usan turistas y peatones poco experimentados para ubicarse) e iniciaba el recorrido: Callejón Borda, 20 de Noviembre que se convierte en Maestro Jorge Cázares, Abasolo, Motolinia. Cuauhtemotzin, Amates, Zapote, hacia el sur; Rayón, Lerdo de Tejada, Morrow, Aragón y León, Degollado, San Juan, Arista, Guadalupe Victoria (que es una que yo llamo la calle desfasada), todas estas hacia el norte, como si fuera hacia el Calvario. 

​¿Qué dicen los nombres sobre las propias calles? ¿Quizá la proliferación de ciertos árboles o flores o anécdotas tétricas que se esconden en el Callejón del Diablo? Algunas como Morrow o Plutarco Elías Calles, son bautizadas porque esos personajes fueron habitantes cuyas vidas tocaron esas calles. En una serie de textos sobre extranjeros en Morelos José N. Iturriaga narra por ejemplo, la vida de Elizabeth C. Morrow y su esposo, el embajador estadunidense Dwight W. Morrow, quienes en el año 1927 construyeron una casa en Cuernavaca a la que llamaron “Casa Mañana”, cuyo poético nombre responde a la respuesta de los albañiles cuando se les pregunta cuándo terminarán la obra: “Mañana”. Hoy, esa casa es parte del restorán “La India Bonita”. Sobre esa calle, que me gustaría saber cómo se llamaba en ese entonces, la embajadora escribió: “Nuestra calle en Cuernavaca comienza en una iglesia color de rosa y termina en una puesta de sol también color de rosa, sobre una montaña, al otro lado de la barranca que rodea la ciudad. Hay algo casi teatral en la perfección de esos árboles verde obscuro que flanquean la torre color de rosa. Esta vista es nuestro tesoro, una joya engarzada al final de una larga hilera de casas pequeñas. La vista continúa tras la construcción rosácea, hasta un fondo de montañas violetas y volcanes nevados y tiene uno la seguridad de que ésta es la única calle en México donde debe uno vivir”.

​Después de muchos años de vivir en Cuernavaca yo mismo me pierdo en innumerables recuerdos. Atravieso la ciudad y en cada calle se manifiesta un fantasma, una voz o se despierta la memoria a través de los múltiples sentidos. Veo edificios o casas en los que solía haber cafés o bares a los que iba y que ya han desaparecido o se me estruja el corazón cuando camino por el parque Revolución y recuerdo que a sus sombras, llegó a mí una de las más duras revelaciones que se me han hecho en la vida. Recuerdo pláticas enteras con distintas personas mientras recorrimos las únicas calles bonitas del centro: Nezahualcoyotl, Comonfort y Juan Ruiz de Alarcón. En las mismas calles que me enamoré por primera vez y que me dieron besos inolvidables y las cuales anduve tambaléandome borracho con mis amigos, tomándonos fotos en esa mariposa horrenda en un muro del Alondra. 

​Me pierdo al recorrer Cuernavaca al grado de que los nombres de las calles desaparecen y en su lugar aparece una cartografía invisible que revela mi propia historia y la de tantos otros habitantes del centro que me cuentan quién vivía aquí antes y qué cosas hacían. Hay un nombre secreto en cada calle que sólo se descubre recorriéndolas. Son palabras secretas y enigmáticas que guardan cachitos de historias que esperan ser contadas. En una esquina, una cruz de una chica que murió atropellada, en otra, un grafiti que dice: “Yolanda te amo”. Para realmente conocer una ciudad, hay que perderse en ella. Que la ciudad se vuelva irreconocible de tantos recuerdos, que cada calle que uno cree conocer se vuelva un manojo de milagros y sorpresas. Cada paso que damos, es siempre el inicio de una historia infinita. 

 

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