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Davo Valdés de la Campa

¿Cómo sé que estoy adentro? 

 

Hace varios años viví en una casa en San Antón, en la calle Naranjos. Con frecuencia pienso en la primera noche que pasé ahí. Para llegar a la casa, caminando desde el centro de Cuernavaca, hay que atravesar el Puente 2000, que está construido sobre la barranca conocida como el Chiflón de los Caldos. El puente lleva a H. Preciado por un lado, y por el otro, se llega a La Carolina y al panteón de La Leona. Debajo también vive gente y desde la altura se ven casas construidas entre las cañadas, e incluso al fondo, donde solía correr un río y donde ahora se estanca agua putrefacta e inmundicia. Yo conocí el Chiflón de los Caldos de la voz de un taxista que me contó que a un costado del puente, y me señaló un enrejado cortado, la gente del rumbo enterraba a sus perros.

La noche que llegué a Naranjos, decidí caminar al anochecer para calar el rumbo y atestiguar si era o no peligroso. Crucé el puente y me detuve a la mitad para contemplar la barranca, del lado que inicia con la tienda de disfraces “Lolita” y termina con las carnitas “El puente”. En un primer momento me atrajo la arquitectura de ciertas casas construidas de maneras inconcebibles y fascinantes. También pensé en la similitud del paisaje: casuchas, vegetación, desniveles, pobreza, con las favelas de Río de Janeiro. De pronto, algo llamó mi atención. Alguien, no distinguí si hombre o mujer, descendía usando una escalinata de concreto que se puede ver a simple vista. Ya era de noche y supuse que en la profundidad y entre la hierba crecida, la oscuridad se acentuaba, por lo que, la persona que seguía con la vista, se alumbraba con lo que supongo era su celular. La noche y el paisaje provocaron que la escena se convirtiera en una especie de ensoñación. Tuve la sensación de ver un cuerpo que descendía en el tiempo. Como si allá abajo esa persona accediera a otra época, primordial y salvaje y también sentí alrededor del puente una presencia que me inquietó. Al fondo de la barranca, la persona se perdió entre unos árboles y la luz se apagó, como cuando la ventisca apaga una vela. Me pregunté a dónde llevaban esas escaleras y si terminaban ahí o si todavía se podía seguir bajando.

Un par de años después, tuve una regresión a esa experiencia leyendo el cuento “Bajo el agua negra” de Mariana Enríquez. En la historia seguimos la investigación de una fiscal en torno al asesinato de unos jóvenes en un lugar conocido como El Riachuelo, una de las zonas más empobrecidas de Buenos Aires. La descripción del lugar me recordó a la barranca del Chiflón de los Caldos, un asentamiento humano en miseria, al borde de un cauce de agua contaminado: Y me sentí yo mismo corriendo “entre las casas precarias, por los pasillos laberínticos, buscando el terraplén, la orilla, tratando de ignorar que el agua negra parecía agitada, porque no podía estar agitada, porque esa agua no respiraba, el agua estaba muerta, no podía besar las orillas con olas, no podía agitarse con el viento, no podía tener esos remolinos ni la corriente ni la crecida, cómo era posible una crecida si el agua estaba estancada”. El cuento culmina con ecos lovecraftianos, es decir, con una presencia de terror sobrenatural que me hizo pensar en lo que presentí esa tarde en el puente. Hasta el día de hoy creo que en alguna parte de esa barranca habita algo y que tal vez las personas que viven ahí, lo saben y lo ocultan.

Quien vive cerca de la barranca sabrá a qué me refiero cuando hablo del lenguaje de la barranca, de las voces que emanan de ella. Primero, como el rumor del agua que corre al fondo de quién sabe dónde y más tarde como un seseo o como un suspiro inquietante. También percibí el sonido del viento entre las hojas de los árboles, haciendo sonar los carrillones.

Conforme la noche avanza la ciudad se recubre de un silencio que enciende la naturaleza. Las hojas crujen con mayor amplitud y los grillos entonan cantos al borde de los troncos. Y esa noche, debajo de las cobijas, mientras reconocía el chillido de un tlacuache, envuelto en la sonoridad líquida y vegetal de la barranca, tuve la sensación de estar a la intemperie y no al resguardo del mosquitero y las paredes de mi habitación. Pensé que estaba afuera a la merced de la noche. Abrí los ojos y desconocí la frontera entre el interior y exterior. Acepto que nunca antes había pensado en la fragilidad de los muros de las casas que nos separan de la naturaleza. Prendí la luz, un poco nervioso y me di cuenta que el cuarto olía a fruta podrida. En una esquina vi un ciempiés retorciéndose y desapareciendo por un agujero. Y en la pared un camino de hormigas dibujaba un rostro. Y en el resquicio de la ventana, el brote de una planta, apenas perceptible, aparentemente manso, iniciando una invasión silenciosa. La presencia era la misma que había percibido en el Puente 2000. ¿Me había seguido o siempre había estado ahí?

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