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Julián Vences

Una calurosa tarde, comíamos en casa. La puerta que daba a la calle permanecía abierta. Entró una hermosa niña de piel bronceada, cabello rubio rizado, chiquita. Apenas si hablaba.
—¿Cómo te llamas?
—Isabel —respondió con timidez, chupándose el pulgar derecho.
—¿Quieres comer?
—Sí.
Veinte minutos después golpean con desesperación la puerta. Todos dirigimos la vista a la entrada.
—¡Mi niña, busco a mi niña! Disculpe, ¿la han visto? —gritó una mujer angustiada.
—Está comiendo con nosotros —le explicó mi esposa.
Entró como tromba. La abrazó, la llenó de besos.
—¿Gusta comer? —le ofrecí.
—Gracias. No saben cuánto se los agradezco. ¡Qué susto me llevé!
La señora se llamaba Regina. Por su manera de hablar deduje que era brasileña.
Por la noche sonó el timbre. Abrí.
—Soy el padre de Isabel. Vengo a dar las gracias.
—Pásele, tome asiento. ¿Qué le ofrezco?
Ahí nació una de las amistades que más ha influido en mi manera de vivir y entender la política. Dijo llamarse Francisco Juliao Arruda de Paula.
Con Juliao —20 años mayor que yo—convivimos mucho. Cada quince días comíamos juntos en mi casa. Las dos familias fuimos a vacacionar a Ixtapan de la Sal, a Acapulco, a Ixtapa Zihuatanejo, a Pátzcuaro y muchos otros lugares.
Juliao era un hombre agradable, elocuente, de enorme cultura política mundial. Me orientó respecto a qué eran las izquierdas en el mundo. Siempre traía a nuestra casa personajes de la política, la diplomacia o del periodismo, lo mismo de México que de otros países de América Latina.
—¿Puedo invitar a tu casa al obispo Sergio Méndez Arceo? —me preguntó en una ocasión.
—Claro que sí. Me encantaría convidarle de mis puros y que él me comparta uno de los habanos que le manda Fidel Castro Ruz.
Y un día llegó Juliao con don Sergio y el periodista Luis Suárez.
—Lo peor que le puedes hacer a un habano es guardarlo en el refrigerador. Si no tienes humidor, guárdalos abajo del fregadero, ahí se conservan frescos —me recomendó el obispo.
En su país, Juliao ganó fama por combatir los excesos del caciquismo rural. De joven quiso ser médico, pero estudió leyes. Como abogado, defendió los intereses de campesinos contra los latifundistas. Realizó una experiencia pionera en el cooperativismo, en el ingenio Galiléia. Desarrolló el movimiento de las Ligas Campesinas, que reclamaba la redistribución de propiedades entre los campesinos pobres.
En 1964, luego del golpe de Estado, vivió clandestino por tres meses. Lo encarcelaron en diversas prisiones durante año y medio. En México vivió exiliado durante quince años.
—Ya que no pude hacer una cirugía en un hospital, intento hacer una cirugía en esta sociedad enferma, y ver si es posible quebrar este tumor, que es el campesino pobre, sin tierra —nos expuso Juliao una tarde de sobremesa.
Entre otros libros, escribió “Cachaza” e “Isabela”. En Morelos entrevistó a viejos combatientes zapatistas, sobrevivientes de la Revolución Mexicana de 1910.
—Este sistema neoliberal algún día desaparecerá; es un sistema que solo beneficia a una ridícula minoría. No podemos aceptar como fatalidad que las mayorías se quedarán cruzadas de brazos por siempre. Esto se desbordará —me insistía con énfasis.
En el año de 1999, en Tepoztlán, Juliao falleció de un infarto, a los ochenta y cuatro años de edad. Es de los decesos que más me han dolido.

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