(Primera parte)

El amor es inventarse un cuento que no existe, una mentira que se defiende hasta el final. En esa autoficción, en nombre del “había una vez”, dejamos el pellejo y la calma. Sólo importa dicho relato imposible mientras ocurre, aunque la posibilidad diarística, como pulsión de registro, nos salve de la desmemoria. Quien ama sale del tiempo oficial, el que se mide con relojes de acero, agua o arena, para entrar en el tiempo del mito, veneno de hadas que transforma en príncipe a la bestia; segundos que se vuelven siglos o meses que transcurren en minutos de sudor, semen, sangre y lágrimas. Conversión de la palabra en fluido y luego en silencio que reinará cuando la burbuja se rompa. Siempre hay un desenlace que la pincha, un principio de realidad con forma de dinero que falta, mensaje que no debió leerse, mentira que se descubre o atención que se distrae en nombre del narcisismo de esta época. Todo villano de esa lógica posible que llamamos amor y nos contamos para dar sentido a la brutalidad de nuestro deseo sexual es el mismo amor inevitable porque si el lenguaje es la casa del ser, el síndrome nombrado es la pareja. La enfermedad se disfraza de vínculo cuando es angustia de muerte, duelo irresoluble, necesidad de aventura negada, ansia de diégesis que va abriendo cajas chinas, es decir, nuevos relatos, amores que se mezclan, líos que se buscan desde la flora del inconsciente para que el opio de la racionalidad funcione.

Amar es pretender abrir los botones del viento como si el espacio fuera un abrigo donde deseamos guarecernos desnudos, inermes. El que corresponde a esas ganas de morir o perder apostando a la locura sabe que debe ser piadoso, no abusar de la fragilidad del personaje. El amante es un disfraz, una máscara, por eso a veces nos da miedo. Cuando nosotras mismas la llevamos puesta se encarna con el suspiro del orgasmo. De ahí la pérdida de la identidad, la impostación del deseo de sobrevivencia porque insisto, el que ama quiere morir, aunque lo niegue, a pesar de esa ilusión de eternidad mientras la obra de teatro se representa. Sabemos que caerá el telón tarde o temprano y el público se irá a sus casas hablando del argumento. La idea es que no lo olviden, que vuelvan a pagar la entrada cada vez más costosa, pues el tiempo que también mata, no se detiene. Los tejidos se oxidan, las vaginas se resecan, los penes ya no se alzan. No obstante, la verdadera tragedia del amor es no saber que sueña un sueño mientras dormido sufre el trance. “¿Por qué para ser feliz hace falta no saberlo?”, se pregunta el pastor amoroso, Alberto Caeiro, otra máscara ideada por Pessoa. La respuesta no es difícil, si se está en pleno dominio de la conciencia de la felicidad se toca su finitud, tal conciencia es herbicida. No saber que la felicidad irrumpe es condición obligada del dolor que vendrá en la falta, en la desaparición del otro, durante la oscura metamorfosis del amante en fantasma que permanece adentro, que vive hasta que, en realidad, el que amó muere. Buena o mala noticia: nadie se va del todo. Lo más difícil es un exorcismo interrumpido, alguien que no termina de convertirse en recuerdo, de enterrarse en la memoria, de resucitar al tercer día con un hábito, un gesto, un gusto, una manía que queda, una palabra que se aprendió como un hongo, un virus, un maullido o a una manera de asomarse a las ventanas para conversar cuando amanece, cuando el cielo es enigma a cierta hora con “eso” que siempre es nube y, como el amor es ciego, entra en los ojos con su éter.

Todo lo anterior porque en febrero venden corazones para no pensar en la narrativa que nos daña. Los seres humanos creamos ceremonias y efemérides para erotizar lo terrible, la angelada maldición de los amores, la enfermedad, el síndrome como enjambre de mariposas de vapor, ni más ni menos que la erótica de un espejismo, la poética de cada mentira urgente porque al final de la caja de Pandora no sólo sale la esperanza, va unida a la verdad de que ninguna hipnosis amorosa vale el tiempo de su muerte ni el espacio de la pena.

*Escritora