loader image

 

 

Hace más de un siglo Georg Simmel advirtió que con los sistemas urbanos de transporte colectivo nos situamos en una escena inédita: mirarnos de frente y pasar, a diario, un buen rato entre desconocidos dentro de una pequeña zona de intimidad. “Antes del desarrollo de los autobuses, de los trenes, de los tranvías en el siglo diecinueve, las gentes no se encontraron en la circunstancia de tener que mirarse mutuamente largos minutos, horas incluso, sin dirigirse la palabra unos a otros”. Eso, imagino, debió ser toda una novedad, mirar y ser mirado en silencio, interpretando el silencio, atisbando gestos.

Hoy ya es costumbre no sólo mirarnos y esquivarnos la mirada, sino también competir con ella, sostenerla por más o menos tiempo y convertirla, de algún modo, en una ruidosa declaración de principios. Levante la cabeza, muchacho, le dicen a uno; sáquese las manos de los bolsillos y mire de frente. La cuestión moral: entereza de mirar a los ojos, nunca de costado, nunca agachando la cabeza, de lo contrario algo escondemos, somos culpables, alguna vez tuvimos miedo y ese miedo nos persigue como al tuan Jim de Joseph Conrad, en una novela, por cierto, de lo más instructiva para quienes nunca, pero nunca más, nos sentiremos a salvo.

¿Alguien se ha topado con la mirada directa de un perro que tras una reja parece descifrar nuestro secreto? Tal vez ese perro habite en alguien que al cruzar la calle te clava los ojos por un segundo más de lo permitido con esa mirada capaz de confiscarte toda esperanza, toda serenidad al comenzar el día; esa clase de mirada dolorosa que te mete mano hasta el fondo, esa mirada que te saca el terror por el culo y te lo hace tragar de vuelta. Es un repertorio cotidiano, cada día más insoportable, pero con el cual, según parece, habremos de lidiar mientras vivamos, o incluso más allá: ciertas fotografías nos devuelven la mirada condenatoria de los muertos.

Ese perro, ese transeúnte, esa bisabuela retratada en sepia sabe mi crimen, estoy seguro; debería recordar entonces, si no quiero enloquecer, las palabras de Jonathan Swift que por alguna razón siempre olvido: “De tan enorme importancia es cada hombre para sí mismo, y tan dispuesto a pensar que también lo es para los otros, sin que una vez se haga esta reflexión fácil y evidente, de que sus asuntos no pueden pesar en los otros hombres más de lo que pesan en él los de ellos”.

Pero acaso Swift corra con ventaja; no conoció el metro, ni la combi, ni los pasillos de un centro comercial atestado de familias cuyas miradas punzan. Sin embargo, bien conoció a los perros de su tiempo, y con eso le bastó. Su modesta proposición (vender a los bebés de Irlanda como alimento a fin de ahorrarles una infancia miserable, con el mérito añadido de contribuir a la economía familiar) es la de alguien aterrado, pero valiente. Qué ganas de ser Jonathan Swift (a veces), qué ganas de darse el lujo de escribir, como él, una detallada defensa de los pedos, El beneficio de las ventosidades, lo máximo. Un escritor de encrucijadas morales, un escritor a quien no le interesaba ni por medio segundo ser o parecer (es lo mismo) una buena persona, libre de polvo y paja. Un escritor a secas.

Pero yo quería escribir aquí algo completamente distinto, ocupar esta honesta columna gratuita, si me permiten, para contar chistes viejos, en lugar de aludir, por vía negativa, a los escritores y escritoras de hoy, de ojos húmedos y alma inmaculada. Venía dispuesto a hacerlo, feliz, cuando me topé con esa mirada y largué todo este asunto. Bueno, el primero es un homenaje a Condorito: ¿saben ustedes por qué los hijos de Superman no pelean? Porque son súper mansitos. Otro, religioso: ¿Qué le dijo Dimas a Gestas? Qué chingaderas son estas. Uno más, político: ¡Que vivan los trabajadores! (Pero que vivan lejos). Y el último, filosófico: ¿Qué es de su vida? Lo mismo que de bajada.

Gracias.

Foto: Rayco Severiano / cortesía del autor