José Iturriaga de la Fuente

DE ALPINISTAS TEPOROCHOS, PERESTROIKA Y TORTUGAS

Con un grupo de amigos encabezado por el arqueólogo Alfredo Delgado, hace unos buenos años ascendimos al volcán de San Martín, en Los Tuxtlas veracruzanos. (El sustantivo del título de este texto es una exageración, pues es mucho decir “alpinistas” para quienes llegan a la cumbre de ese pico tropical tan lejano de los Alpes. En cambio, el adjetivo es cabalmente correcto).

El grupo era de unas veinte personas, pero el número se elevó a casi treinta por la protección multidisciplinaria que llevábamos. Como en la región había (o hay) producción de enervantes, Alfredo consiguió que nos escoltaran cuatro policías uniformados y con armas largas (ante mis dudas acerca de la seguridad que ello implicaba, pues pudieran haber sido tales elementos de la fuerza pública un atractivo mayor para potenciales atacantes). Asimismo, fueron con nosotros dos funcionarios del ayuntamiento, quizá más atraídos por la chorcha que por hacer presencia de autoridad. Se agregó al contingente un par de lugareños conocedores de los peligros naturales, muy especialmente de serpientes y alacranes; al efecto, llevaban sueros para una emergencia (en cambio, nadie llevó nada para la cantidad de arañazos que nos hicimos debido a la tupida maleza que atravesamos, ni para los agresivos mosquitos). El equipo de protección tenía su clímax con un chamán nahua que nos acompañó para ahuyentar a los malos espíritus; hizo muy bien su trabajo, pues todos regresamos a salvo, aunque…

El calor de verano hizo pesadísima la subida, de por sí muy empinada, así que ya cerca de la cúspide apenas podíamos dar un paso. Aunque no sirvió de mucho, no llevábamos ropa demasiado ligera ni mangas cortas, por las espinas que abundaban, de manera que la transpiración nos obligó a consumir solo en la subida toda el agua que cargamos. Por fin en la cumbre, la vista del mar y de la Laguna del Ostión, hacia Coatzacoalcos, era portentosa. Ese fue un alivio. Pero había que bajar.

Decidimos descender por otra ruta, más corta pero más empinada (lo cual no era poca cosa). El regreso fue peor que la subida. Innumerables tramos casi verticales los bajamos sentados en la tierra, como resbaladilla, golpeándonos el coxis con las piedras; frenábamos con trabajo agarrándonos de troncos y ramas, aunque era frecuente quedar con las manos espinadas. Durante unos minutos de descanso, cuando a uno de los excursionistas menos aguerrido se le salieron unas lágrimas a su pesar, el chamán, sabio y previsor, sacó una botella de alcohol de caña de 96 grados y le ofreció un traguito al doblegado amigo; como por arte de magia se repuso. Viendo aquello, cuando nos disponíamos a llorar casi todos los demás para obtener la misma medicina, el chamán nos evitó la vergüenza y puso a circular aquel litro milagroso. De seguro no era alcohol del venenoso, pues todos los que osamos beberlo subsistimos, pero de que sí tenía 96 grados no cabe duda. La botella se acabó. Yo creo que a partir de ese momento ya nadie sufrió (y digo creo porque no me acuerdo bien).

Y a propósito de bebidas enérgicas, valga este otro relato. En uno de tantos viajes con Silvia a la excepcional ciudad de Guanajuato para disfrutar del Festival Cervantino, di a luz a una receta de bar, prima hermana del mojito cubano y de la caipiriña brasileña. Pedía un Bacardí blanco triple, en las rocas, en vaso old fashion (como es un licor tan sencillo, siempre es puro, a nadie costea falsificarlo). Luego le exprimía personalmente suficientes limones, cuyo jugo igualara a la cantidad de ron. Después le agregaba varias cucharadas grandes de azúcar, para que quedara muy dulce. Tiene la característica de que se sube con pantuflas, sin sentirlo. El nombre de Perestroika surgió después de tomarme varias. Relaja el sistema.

Aprovechemos estos últimos renglones para presentar un insólito caso que apenas creímos quienes lo vivimos. Muy cerca de Tonatico, por los rumbos mexiquenses de Ixtapan de la Sal, hay un pequeño lago donde se criaban truchas y existía la infraestructura adecuada para pescar (años después lo cerraron al público). Acampados allí, una mañana de sábado pescamos Emiliano y yo varias truchas (para prepararlas a la mantequilla, con almendras). De pronto, mi hijo me pidió ayuda para sacar un pescado que pesaba demasiado o estaba atorado. Con trabajos logré sacarlo, mas la sorpresa fue que se trataba de una tortuga de unos 20 centímetros de largo. Por supuesto que la agregamos a nuestra captura, pues son exquisitas y ya me la imaginaba en sustancioso caldo.

El domingo por la noche, de vuelta en Cuernavaca, pasamos nuestras presas de la hielera donde llevaban más de 24 horas bien cubiertas con mucho hielo, al refrigerador de la casa, para prepararlas y comerlas el lunes. En efecto, ese día limpié las truchas en el lavadero de la cocina y procedí así mismo con la tortuga. Antes de abrirle la concha con un cuchillo para aliñarla, la lavé bien, para quitarle las adherencias que suelen tener en el caparazón. Cuando me disponía a realizar la operación –como sospechando el inminente peligro que corría-, la tortuga sacó las patas y la cabeza y se me quedó mirando. Emiliano y yo quedamos azorados. Las truchas estaban casi congeladas y la tortuga ¡tan campante! Por supuesto que nuestros planes cambiaron y mi hijo la conservó de mascota, pero pronto se le perdió en el jardín y ya nunca más apareció.

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