DE ERIZOS Y BURDELES
José Iturriaga de la Fuente
Desde mi adolescencia me hice fan de la comida japonesa, cuando solo existía un restorán de esa cocina en la ciudad de México, el Suntory de la colonia Del Valle. Luego empezaron a abrirse otros para finalmente llegar un boom que incluye cadenas de pésima calidad, con nombre diminutivo.
En el Suntory conocí una delicatessenoriental, la hueva de erizo cruda, que tiene un fuerte sabor marino: como si en un mordisco se hubiera concentrado un metro cúbico de agua de mar. Suele prepararse en sushi: una pequeña cama de arroz –pegajoso, de un tipo especial- se rodea con una oblea de alga marina y se corona con hueva de ese equínido, resultando una pieza para comerla de un solo bocado, previa absorción por el arroz de un poco de salsa de soya. En un sushi-bar de Washington D. C. le agregaban encima, además, una yema de huevo crudo de codorniz, aumentando el placer gustativo. (Por cierto que ese restorán, en pleno Georgetown, colindaba con un curioso lugar llamado el “Good Guys”: cuando mi amigo Baltasar Peral trabajaba en nuestra embajada y yo iba con gran frecuencia a la capital estadunidense para atender los concursos de importación de Conasupo –que en la época de López Portillo se celebraban allí-, nuestro lunch consistía en una hamburguesa conun par de cervezas Heineken en el “Good Guys”, donde disfrutábamos de 12:00 a 13:30 del día de unos seis strip teases muy candorosos, ejecutados por jóvenes estudiantes universitarias que así sostenían sus estudios. Siempre es satisfactorio apoyar las buenas causas, amén de que su carácter de amateurs en lugar de ser profesionales, realzaba el atractivo).
Mi trabajo en Conasupo me llevó varias veces a Japón y nunca dejaba de conocer barras de sushi, aprendiendo nuevas combinaciones, verificando la autenticidad de algunas recetas y la falsedad de otras, como es el caso del queso crema puesto de moda en los restoranes seudojaponeses de México –en sushis, rollos y conos- y el de la salsa de soya con limón. (Ya sabemos cómo nuestros paisanos le ponen limón hasta a los tacos de carnitas o al pastor, cuando los únicos que lo deben llevar son los de charales fritos, capeados, en las riberas del lago de Pátzcuaro, con un poco de salsa de chiles secos).
En aquellos lugares de Tokio rara vez hablan inglés, pero señalando mis preferencias en la vitrina de la barra, siempre me di a entender y cuando pedía de esa manera mis sushis de hueva de erizo, me ganaba la admiración y respeto del sushibarman, con quien se establece una relación personal (parecida a la que surge con el taquero, pues no es lo mismo pedir al mesero una orden que ir solicitando los tacos de uno en uno a quien los hace, según el curso que va tomando el paladar).
Años después, con Silvia, buscábamos un restorán típico de japoneses, no para turistas, en la ciudad de Kioto y cuando vi un lugar que me pareció para locals, nos metimos con decisión. Con toda cortesía, a señas, nos pidieron que nos retiráramos, pues ya adentro resultó evidente que se trataba de un burdel.
En otra ocasión, tomé con la familia una lancha de fondo de cristal en la acapulqueña Caleta (nunca nos la perdemos, así como el clavado de la Quebrada; a quienes les parecen demasiado populacheros estos planes, se los pierden por apretados). Zarpamos en primer lugar hacia la Virgen de Guadalupe submarina y después de rodearla varias veces para que todos los pasajeros la pudieran observar por el fondo transparente de la embarcación, continuamos hacia la Roqueta. En el camino, la lancha se detuvo y el asistente del capitán, buzo de a pulmón, se tiró al agua y en pocos segundos sacó un negro erizo que movía peligrosamente sus púas; subió a bordo y, ayudado por un cuchillo, abrió al animal y apareció la inconfundible hueva de color entre anaranjado y café: José Eugenio me detuvo cuando supuso que me aprestaba a darle un zarpazo. El buzo sostuvo al erizo con los dientes y se lanzó de nuevo al agua, acudiendo numerosos peces a comerse mis delicias, directamente de la boca del grumete.
Similar suceso vivimos Eugenio y yo en Cabo San Lucas, cuando alguna vez observamos la llegada de un yate y el desembarco de un gran pez vela recién atrapado, que empezaron a desollar y filetear en la rampa del muelle; ante los suculentos trozos de la roja carne de ese pescado, nos fuimos directamente a comer un sashimi -rebanaditas crudas- de pez vela a un excelente restorán japonés.
No sé si me frustró o me encantó enterarme de que en Ensenada hay una planta pesquera dedicada a exportar hueva de erizo a Japón. Del país del sol naciente les llegan a Baja California los empaques: unas cajitas de madera blanca y muy delgada donde guardan una libra del codiciado producto, acomodado cuidadosamente. Regresan las cajas llenas a Oriente y de nueva cuenta vuelven a México, ya “de importación”. Conociendo mis debilidades, un querido amigo de Ensenada me agasajó suntuosamente con el obsequio de varias cajitas de ese manjar, que chiquiteé celosamente a lo largo de semanas.
En Cuernavaca tenemos tres restoranes japoneses caseros muy buenos, y por lo tanto no para turistas. El “Mikasa” en la colonia Tres de Mayo (desde fuera, su modestia no indica lo bueno que es), el “Waraku” (de pequeñito local y menú) en la calle Tamayo de Acapatzingo y el clásico “Kiku” rumbo a la Nissan; no es casualidad: esa fábrica de coches es japonesa.