loader image

 

BOSTON E IGUALA

 

Recibí una invitación para dar cinco charlas en Boston, en otros tantos restoranes mexicanos de esa ciudad, a propósito de los Días de Muertos. Así, cinco noches cenamos Silvia y yo en esos restoranes y me sorprendió su excelente comida mexicana (la sorpresa provino de que cuando viajo al extranjero jamás se me ocurre comer en un restorán mexicano, sino en cualquier otro, de manera que yo no tenía presente la calidad que han alcanzado). Los que visité son lugares de alta categoría gastronómica y una buena cena con dos margaritas de aperitivo y un par de cervezas con los alimentos puede costar 100 dólares por persona. Entre ellos destacan el “Tú y Yo”, de Epigmenio Guzmán, y “Casa Romero”, de Leopoldo, de ese apellido.

En el primero de ellos comí las mejores crepas de huitlacoche que me han puesto enfrente: bien rellenas del hongo negro, finamente sazonado, y cubiertas con una salsa cremosa de chile poblano.

En Boston también probé uno de los mejores guacamoles de mi vida (aunque a mí no se me antojaba pedirlo, pero Silvia insistió en ello; como es frecuente, mi esposa tenía razón): llegó el capitán con un carrito junto a nuestra mesa, como si fuera a preparar una ensalada césar o unas crépes susette; lo que traía era un pequeño y bello molcajete (como todos lo son), un aguacate hass en su punto, jitomate, cebolla y chile verde recién picados, medio limón y sal. Primero molió el aguacate con un tenedor, le agregó los tres ingredientes sólidos (previa pregunta de si queríamos chile), unas gotas de limón y sal, lo revolvió con cuidado y nos puso el molcajete en la mesa. De verdad estaba muy bueno, pero yo le dije discretamente al propietario anfitrión –quien nos acompañaba en nuestra mesa- que me pidiera aceite de oliva; se lo agregué, lo revolví y le di a probar un totoponacho, le dicen allá- con el guacamole mejorado. Le gustó mucho y me dijo que en adelante lo ofrecería a sus clientes; no podía agregarlo sin avisar, pues ya tenía muchos habitués que lo pedían normalmente. No se puede cambiar la receta de un alimento ya consagrado entre la clientela.

Ello me recuerda que a lo largo de muchos años fui a un famoso café del centro de la ciudad de México a comer pambazos, pues los hicieron deliciosos durante décadas: solo deben llevar la papa frita en manteca con la longaniza revuelta, lechuga picada, chipotle adobado y el pambazo con una pasadita por salsa de guajillo. Le agregaban una tira de aguacate, pero ese no era problema: se la quitaba y quedaba listo, clásico. Pero un día más o menos reciente fui –como siempre, especialmente a comerlos; ni la carta veía- y en lugar del pan de pambazo típico eran unas medianoches dulzonas; protesté y me dijeron que se habían acabado los pambazos; los regresé. Otra ocasión, poco después –para quitarme el antojo y sacarme la espina-, fui y los pedí de nuevo: esa vez les agregaron queso espolvoreado (que no es malo, pero no es la receta ortodoxa, aunque ahora la usen mucho en las ferias de pueblo); la cocinera había cambiado y nadie la capacitó. Jamás volví a ese restorán, pues yo solo iba por sus pambazos (y ahora los hago en casa, deliciosos y clásicos, aunque batallo un poco para conseguir el pan, pues en Cuernavaca no está generalizado el pambazo en las panaderías).

* * *

La fama de Iguala es más por su orfebrería, y sobre todo por su joyería de oro, que por su gastronomía. (De hecho, para iniciar los trabajos de platería en Taxco, en los años treinta del siglo XX, William Spratling llevó de Iguala a dos orfebres; no le fue fácil conseguirlos, pues quienes trabajaban el oro sentíanse devaluados al pasar al trabajo de la plata. Antes de entonces, Taxco solamente era pueblo minero; hoy tiene cerca de 400 platerías).

Por ello, decir que Iguala es igual-a-rico, parece que solo se aplica al preciado metal. Mas no es así, pues ese poblado de Guerrero tiene riqueza y tiene ricura. De antigua tradición local es un restorán especializado en pichones (se encuentra en la salida hacia Taxco) y los preparan de deliciosas maneras. Muchas personas no podemos pasar por Iguala sin hacer un alto obligado en ese lugar, donde además ofrecen otros platillos, entre ellos un pato enchilado único. La nueva Autopista del Sol que va a Acapulco sin pasar por Iguala, ahora nos obliga a hacer viaje especial. Vale la pena.

(Acabamos de ir a los pichones igualenses, de paso hacia Teloloapan, donde se encuentra en la cúspide de un cerro la llamada Tecampana, enorme piedra de varias toneladas de peso con apariencia idéntica a las demás del sitio, pero que al golpearla suena como campana; su profundo sonido se escucha hasta el pueblo, a los pies del cerrito).

Los pichones de Iguala me recuerdan a las torcacitas que venden en el centro de Huetamo, justo al final de la carretera de Tierra Caliente, que arranca en Iguala y pasa por Teloloapan.

Me cuenta Silvia que, cuando era niña, cada vez que pasaba con su familia por Iguala, rumbo a Acapulco, su padre no perdonaba parar en un restorán carretero de allí –que está techado por una gran palapa- para comer enchiladas verdes. Siguen haciéndolas exquisitas.

No obstante, mis escalas juveniles eran muy diferentes a las de mi suegro. Yo planeaba mi salida a Acapulco de manera que la tarde me tocará en Amacuzac, donde cerca de la carretera se colocaba un puesto de tacos de cabeza de borrego sensacionales. El regreso era igualmente diseñado con cuidado, ahora para llegar a cenar en el paso por Iguala a un “Tastee Freez La Vaca Negra”. Yo me comía normalmente dos “one foot hot dogs” y en una ocasión me comí tres, es decir ¡un metro de hot dogs! (Ni modo, debo aceptar mi pasado, y confesarlo).